sábado, 27 de febrero de 2010

OSCURIDAD

Oscuridad. Frío. ¿Qué había pasado? No recordaba nada de lo sucedido. Aturdida, abrió lentamente los ojos. Todo estaba oscuro. Pensó por un segundo que se había quedado ciega. O quizás estuviera muerta. No, eso no. No le habría dolido tanto la cabeza estando muerta.
Intentó desesperadamente centrarse. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vislumbró a lo lejos una diminuta luz que venía no sabía de dónde. Pero, ¿qué habría pasado? Hacía un rato se encontraba en clase. ¿O no fue hacía un rato? Dios santo, ¡qué dolor de cabeza!
Cerró los ojos de nuevo e intentó concentrarse en los acontecimientos de ese día. Salió de casa, como siempre, de eso si estaba segura. Y se encaminó a la escuela. Si, era profesora. ¿De qué? ¡Ah, sí! De literatura. Recordaba perfectamente comenzar la clase porque pensaba tratar aquel día de uno de sus autores preferidos: Valle-Inclán. Tenía preparadas varias lecturas para que los chavales eligieran una de ellas para hacer más tarde un trabajo.
Sintió moverse el suelo donde se encontraba y abrió instintivamente los ojos. ¿Y ahora qué? Todo encajó. Aquel temblor la hizo recordar. El terremoto. Había sido un terremoto. Llevaban varios días notando suaves sacudidas de vez en cuando. Diminutos vaivenes bajo los pies. Como si el suelo estuviera deslizándose lentamente hacia los lados, suspendido por encima de una plataforma perfectamente engrasada y resbaladiza. Pero las noticias no dijeron nada. Nadie les advirtió del peligro. Nadie les avisó de que debían evacuar sus casas. Nada. Nadie hizo nada.
¡Los chicos! ¿Dónde estaban los chicos? Comenzó a llamarlos uno a uno a gritos. No respondió ninguno. Temiendo lo peor, intentó moverse para al menos, buscarlos a tientas, y un dolor agudo le atravesó el brazo izquierdo, llegándole a la base de la columna como una descarga eléctrica. Gritó. Algo le pasaba en el brazo. No podía moverlo. No sentía la mano, y aunque hacía un esfuerzo enorme por mover los dedos, nada. Sólo el dolor agudo a la altura del codo. Lo tenía atrapado debajo de algo. Tanteó con la mano que tenía libre y supuso que sería algún trozo del techo o quizá de una pared.
Aquello no andaba bien. Sintió sueño. Demasiado sueño. ¿Moriré? se preguntó. ¿Es esto lo que pasa cuando te mueres? ¿Primero dolor y luego sueño? Una arcada de angustia recorrió su esófago ante la idea de no volver a ver a los suyos. Y al mismo tiempo, un extraño reconocimiento de las cosas sencillas a las que no había dado importancia hasta aquel instante.
Cosas tan banales como la taza de café humeante que compraba todas las mañanas en la cafetería de la esquina de su casa antes de empezar las clases, o el sonido de la música que la acompañaba en el coche de vuelta por las noches. Cosas que siempre estuvieron a su alcance y que ahora parecían fantasmas pasando por delante de ella, en un desfile lento pero interminable. ¡Tienen razón! - se lamentó - ¡Qué poco apreciamos lo que poseemos!
Otra sacudida la sacó de su ensoñación. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Cuánto llevaré aquí? ¿Habrán dejado de buscar? ¿Y los chicos? Por favor, que estén bien los chicos – suplicó internamente. No pretendía ser un rezo, hacía mucho que había dejado a un lado las creencias de su infancia. Tras muchos años de ver los horrores que cruzaban el mundo a diario; de contemplar en las noticias los desastres naturales como el que la había llevado adonde se encontraba en esos momentos; de ver las guerras absurdas que comenzaban y continuaban por muchos países con la religión como excusa; o las grandes desigualdades que seguían existiendo desde que el hombre se convirtiera en el eslabón supremo de la evolución, había llegado a la conclusión de que necesitaba pruebas de la existencia de algo divino, y ante la imposibilidad de encontrarlas, desistió.
De nuevo el sueño. Casi no podía mantener los ojos abiertos. ¡Da igual! ¡De todas formas no hay nada que ver! Sin pretenderlo, su cabeza fue haciendo balance de su vida, como intuyendo el final, en una suerte de confesión ante lo inevitable. Una imagen se grabó en la retina de sus ojos ahora cerrados, plasmándose tan nítidamente en su conciencia como en una fotografía y comenzó a llorar.
El. El amor de su vida. El que había pasado tantos años a su lado, tantos buenos momentos y algunos malos. Tantos anocheceres, rubricados siempre con un “te amo” antes de abandonarse en brazos de Morfeo. Tantos amaneceres, recibidos con un “hola” agradecido por volver a disfrutar de una prórroga en el tiempo. No lo volvería a ver. No se había despedido. ¿Quién en su sano juicio se despide antes de salir de casa? ¿Quién piensa que con cada hasta luego podrías estar diciendo el último? Lloró. No supo cuánto tiempo, no había manera de saberlo. Sólo sintió un dolor agudo en el pecho, una opresión malsana, inacabable, infinita.
Con los últimos sollozos, la idea de haber perdido a los chicos volvió a su cabeza. Volvió a insistir. ¡Nicole! ¡Oben! Aguzó el oído. Nada. Recordó de pronto que en el momento del terremoto ella había ido al servicio. ¡Qué ingrata es la vida! – se quejó -. ¡En qué lugar más absurdo voy a morir! Y al momento siguiente no pudo evitar pensar en ello, y una carcajada casi involuntaria salió de su boca. ¡Ay, señor! ¡Si tendrá narices la cosa!
Llevaba en el país tres años. Lo habían trasladado a él y, afortunadamente (o quizás no, a aquellas alturas ya no sabía qué pensar) ella encontró aquel trabajo. Daba clases de literatura hispánica. Al principio, la idea de irse hacia el Caribe la fascinó. Por su mente cruzaron imágenes evocadoras de playas desiertas, cocoteros, piñas coladas y románticos atardeceres a la orilla del mar. Cuando llegó, la realidad la golpeó con toda su crudeza y lo que se encontró fue un país empobrecido, marginado por la comunidad internacional y olvidado. Nadie se preocupaba de la supervivencia de aquella gente, que malvivía en casuchas destartaladas hechas con restos de chapas y cartón. Que no tenían agua corriente ni luz. Que la mayoría de los días malcomían, si tenían suerte.
No temió por él. Su trabajo lo hacía al aire libre, y a casi 100 km de allí. Tardaba casi una hora diaria en llegar y, aunque se había quejado de ello en incontables ocasiones, ahora lo agradeció. Al menos él estaría bien. Volvió a temblarle la barbilla, pero pudo contener las lágrimas. Estaba más tranquila. Los chicos no le contestaban porque, sencillamente, no la podían oír e, inocente, dio por supuesto que todos ellos también estarían bien.
Oyó un ruido y prestó atención. Un golpe sordo, a lo lejos. Después nada. Y al poco, otro golpe más. ¿Qué demonios pasaría ahora? ¿No era ya bastante penosa su situación? Si debía morir, ¿no era más sencillo que fuera enseguida? Aquellas preguntas cruzaron su mente y se dio cuenta de que se enfadaba con la situación porque no acababa rápidamente. Estoy desvariando – pensó. ¿Y si es alguien que está como yo? ¿Y si es ayuda? Volvió a escuchar atentamente y ahí estaba otra vez. Un martillo. Parecía un martillo.
- ¡Hola! – gritó con las pocas fuerzas que tenía, que ahora constataba que no eran muchas. Estaba agotada y no sabía porqué -. ¿Alguien puede oírme? Estoy aquí…
Nada. Oscuridad y frío. Eso no había cambiado. Sintió algo caliente deslizarse por su sien e imaginó que sería sangre, aunque no notaba dolor alguno. Tan solo la opresión del brazo atrapado. Igual me estoy desangrando – razonó de nuevo consciente de su situación -. Bueno, así es mejor. Dicen que si te desangras todo es más sencillo. Más rápido e indoloro. Te duermes y no vuelves a despertar. No es una mala forma de morir…
De nuevo las ensoñaciones. Fragmentos de su vida pasando fugazmente por delante de ella. Tras unos instantes se dio cuenta de que la película de su vida andaba hacia atrás. Como retrocediendo en el tiempo, recordando los momentos más importantes. Y, poco a poco, ralentizándose las imágenes, uno de esos fragmentos se hizo nítido durante un momento y le pareció extraño. ¿Qué significaría eso ahora?
Otra vez el dolor. De nuevo la opresión. La falta del aire que da la vida y ella abriéndose paso por un hueco estrecho que no la dejaba salir. Y después, un instante antes, tranquilidad, seguridad. La seguridad que te da el útero materno. Amor. Sí, aquello que sentía ahora era amor. Amor por el ser que la guardaba dentro de sí, protegiéndola de todo lo malo del mundo. Calidez. Oscura y plácida calidez, suspendida en aquel líquido que la proveía de vida. Y su mente, inconsciente, se quedó allí estancada, escuchando las voces que llegaban del exterior. Risas. Caricias sentidas a través de la piel. Esperanza por el nacimiento esperado.
Una luz por encima de su cabeza. Potente. Igual de cálida que la sensación que recorría ahora su cuerpo, ya tranquilo y abandonado a lo inevitable. Entreabrió los ojos y otro pensamiento volvió a su mente. Uno más. Quizás el último.
- Vaya, al final va a ser verdad que el cielo existe – y una leve sonrisa dibujándose en su boca, aceptación de un final, ahora ansiado.
- ¡Señora! – no hubo respuesta.
- ¡Eh! ¡Señora! - gritaron – ¡Aquí! ¡Venir aquí! He encontrado a una mujer con vida. Vamos, daros prisa, está mal herida… Toma, coge tú la linterna, voy a intentar sacarle el brazo de debajo de la puerta…

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