sábado, 27 de febrero de 2010

OSCURIDAD

Oscuridad. Frío. ¿Qué había pasado? No recordaba nada de lo sucedido. Aturdida, abrió lentamente los ojos. Todo estaba oscuro. Pensó por un segundo que se había quedado ciega. O quizás estuviera muerta. No, eso no. No le habría dolido tanto la cabeza estando muerta.
Intentó desesperadamente centrarse. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y vislumbró a lo lejos una diminuta luz que venía no sabía de dónde. Pero, ¿qué habría pasado? Hacía un rato se encontraba en clase. ¿O no fue hacía un rato? Dios santo, ¡qué dolor de cabeza!
Cerró los ojos de nuevo e intentó concentrarse en los acontecimientos de ese día. Salió de casa, como siempre, de eso si estaba segura. Y se encaminó a la escuela. Si, era profesora. ¿De qué? ¡Ah, sí! De literatura. Recordaba perfectamente comenzar la clase porque pensaba tratar aquel día de uno de sus autores preferidos: Valle-Inclán. Tenía preparadas varias lecturas para que los chavales eligieran una de ellas para hacer más tarde un trabajo.
Sintió moverse el suelo donde se encontraba y abrió instintivamente los ojos. ¿Y ahora qué? Todo encajó. Aquel temblor la hizo recordar. El terremoto. Había sido un terremoto. Llevaban varios días notando suaves sacudidas de vez en cuando. Diminutos vaivenes bajo los pies. Como si el suelo estuviera deslizándose lentamente hacia los lados, suspendido por encima de una plataforma perfectamente engrasada y resbaladiza. Pero las noticias no dijeron nada. Nadie les advirtió del peligro. Nadie les avisó de que debían evacuar sus casas. Nada. Nadie hizo nada.
¡Los chicos! ¿Dónde estaban los chicos? Comenzó a llamarlos uno a uno a gritos. No respondió ninguno. Temiendo lo peor, intentó moverse para al menos, buscarlos a tientas, y un dolor agudo le atravesó el brazo izquierdo, llegándole a la base de la columna como una descarga eléctrica. Gritó. Algo le pasaba en el brazo. No podía moverlo. No sentía la mano, y aunque hacía un esfuerzo enorme por mover los dedos, nada. Sólo el dolor agudo a la altura del codo. Lo tenía atrapado debajo de algo. Tanteó con la mano que tenía libre y supuso que sería algún trozo del techo o quizá de una pared.
Aquello no andaba bien. Sintió sueño. Demasiado sueño. ¿Moriré? se preguntó. ¿Es esto lo que pasa cuando te mueres? ¿Primero dolor y luego sueño? Una arcada de angustia recorrió su esófago ante la idea de no volver a ver a los suyos. Y al mismo tiempo, un extraño reconocimiento de las cosas sencillas a las que no había dado importancia hasta aquel instante.
Cosas tan banales como la taza de café humeante que compraba todas las mañanas en la cafetería de la esquina de su casa antes de empezar las clases, o el sonido de la música que la acompañaba en el coche de vuelta por las noches. Cosas que siempre estuvieron a su alcance y que ahora parecían fantasmas pasando por delante de ella, en un desfile lento pero interminable. ¡Tienen razón! - se lamentó - ¡Qué poco apreciamos lo que poseemos!
Otra sacudida la sacó de su ensoñación. ¿Cuánto tiempo habrá pasado? ¿Cuánto llevaré aquí? ¿Habrán dejado de buscar? ¿Y los chicos? Por favor, que estén bien los chicos – suplicó internamente. No pretendía ser un rezo, hacía mucho que había dejado a un lado las creencias de su infancia. Tras muchos años de ver los horrores que cruzaban el mundo a diario; de contemplar en las noticias los desastres naturales como el que la había llevado adonde se encontraba en esos momentos; de ver las guerras absurdas que comenzaban y continuaban por muchos países con la religión como excusa; o las grandes desigualdades que seguían existiendo desde que el hombre se convirtiera en el eslabón supremo de la evolución, había llegado a la conclusión de que necesitaba pruebas de la existencia de algo divino, y ante la imposibilidad de encontrarlas, desistió.
De nuevo el sueño. Casi no podía mantener los ojos abiertos. ¡Da igual! ¡De todas formas no hay nada que ver! Sin pretenderlo, su cabeza fue haciendo balance de su vida, como intuyendo el final, en una suerte de confesión ante lo inevitable. Una imagen se grabó en la retina de sus ojos ahora cerrados, plasmándose tan nítidamente en su conciencia como en una fotografía y comenzó a llorar.
El. El amor de su vida. El que había pasado tantos años a su lado, tantos buenos momentos y algunos malos. Tantos anocheceres, rubricados siempre con un “te amo” antes de abandonarse en brazos de Morfeo. Tantos amaneceres, recibidos con un “hola” agradecido por volver a disfrutar de una prórroga en el tiempo. No lo volvería a ver. No se había despedido. ¿Quién en su sano juicio se despide antes de salir de casa? ¿Quién piensa que con cada hasta luego podrías estar diciendo el último? Lloró. No supo cuánto tiempo, no había manera de saberlo. Sólo sintió un dolor agudo en el pecho, una opresión malsana, inacabable, infinita.
Con los últimos sollozos, la idea de haber perdido a los chicos volvió a su cabeza. Volvió a insistir. ¡Nicole! ¡Oben! Aguzó el oído. Nada. Recordó de pronto que en el momento del terremoto ella había ido al servicio. ¡Qué ingrata es la vida! – se quejó -. ¡En qué lugar más absurdo voy a morir! Y al momento siguiente no pudo evitar pensar en ello, y una carcajada casi involuntaria salió de su boca. ¡Ay, señor! ¡Si tendrá narices la cosa!
Llevaba en el país tres años. Lo habían trasladado a él y, afortunadamente (o quizás no, a aquellas alturas ya no sabía qué pensar) ella encontró aquel trabajo. Daba clases de literatura hispánica. Al principio, la idea de irse hacia el Caribe la fascinó. Por su mente cruzaron imágenes evocadoras de playas desiertas, cocoteros, piñas coladas y románticos atardeceres a la orilla del mar. Cuando llegó, la realidad la golpeó con toda su crudeza y lo que se encontró fue un país empobrecido, marginado por la comunidad internacional y olvidado. Nadie se preocupaba de la supervivencia de aquella gente, que malvivía en casuchas destartaladas hechas con restos de chapas y cartón. Que no tenían agua corriente ni luz. Que la mayoría de los días malcomían, si tenían suerte.
No temió por él. Su trabajo lo hacía al aire libre, y a casi 100 km de allí. Tardaba casi una hora diaria en llegar y, aunque se había quejado de ello en incontables ocasiones, ahora lo agradeció. Al menos él estaría bien. Volvió a temblarle la barbilla, pero pudo contener las lágrimas. Estaba más tranquila. Los chicos no le contestaban porque, sencillamente, no la podían oír e, inocente, dio por supuesto que todos ellos también estarían bien.
Oyó un ruido y prestó atención. Un golpe sordo, a lo lejos. Después nada. Y al poco, otro golpe más. ¿Qué demonios pasaría ahora? ¿No era ya bastante penosa su situación? Si debía morir, ¿no era más sencillo que fuera enseguida? Aquellas preguntas cruzaron su mente y se dio cuenta de que se enfadaba con la situación porque no acababa rápidamente. Estoy desvariando – pensó. ¿Y si es alguien que está como yo? ¿Y si es ayuda? Volvió a escuchar atentamente y ahí estaba otra vez. Un martillo. Parecía un martillo.
- ¡Hola! – gritó con las pocas fuerzas que tenía, que ahora constataba que no eran muchas. Estaba agotada y no sabía porqué -. ¿Alguien puede oírme? Estoy aquí…
Nada. Oscuridad y frío. Eso no había cambiado. Sintió algo caliente deslizarse por su sien e imaginó que sería sangre, aunque no notaba dolor alguno. Tan solo la opresión del brazo atrapado. Igual me estoy desangrando – razonó de nuevo consciente de su situación -. Bueno, así es mejor. Dicen que si te desangras todo es más sencillo. Más rápido e indoloro. Te duermes y no vuelves a despertar. No es una mala forma de morir…
De nuevo las ensoñaciones. Fragmentos de su vida pasando fugazmente por delante de ella. Tras unos instantes se dio cuenta de que la película de su vida andaba hacia atrás. Como retrocediendo en el tiempo, recordando los momentos más importantes. Y, poco a poco, ralentizándose las imágenes, uno de esos fragmentos se hizo nítido durante un momento y le pareció extraño. ¿Qué significaría eso ahora?
Otra vez el dolor. De nuevo la opresión. La falta del aire que da la vida y ella abriéndose paso por un hueco estrecho que no la dejaba salir. Y después, un instante antes, tranquilidad, seguridad. La seguridad que te da el útero materno. Amor. Sí, aquello que sentía ahora era amor. Amor por el ser que la guardaba dentro de sí, protegiéndola de todo lo malo del mundo. Calidez. Oscura y plácida calidez, suspendida en aquel líquido que la proveía de vida. Y su mente, inconsciente, se quedó allí estancada, escuchando las voces que llegaban del exterior. Risas. Caricias sentidas a través de la piel. Esperanza por el nacimiento esperado.
Una luz por encima de su cabeza. Potente. Igual de cálida que la sensación que recorría ahora su cuerpo, ya tranquilo y abandonado a lo inevitable. Entreabrió los ojos y otro pensamiento volvió a su mente. Uno más. Quizás el último.
- Vaya, al final va a ser verdad que el cielo existe – y una leve sonrisa dibujándose en su boca, aceptación de un final, ahora ansiado.
- ¡Señora! – no hubo respuesta.
- ¡Eh! ¡Señora! - gritaron – ¡Aquí! ¡Venir aquí! He encontrado a una mujer con vida. Vamos, daros prisa, está mal herida… Toma, coge tú la linterna, voy a intentar sacarle el brazo de debajo de la puerta…

miércoles, 24 de febrero de 2010

La Extranjera - Muerte de Amilcar Barca - Primeros Capítulos

PREFACIO

El sonido del agua fue lo primero que oyeron a lo lejos. Comenzó como un suave chapoteo, como de alguien bañándose en la orilla del Alebus, y al cabo de muy poco, se convirtió en un enorme estruendo. Todos adivinaron que el cartaginés, junto con su ejército, estaba atravesando el río a unos cientos de metros de allí, donde su nivel era el suficiente como para poder pasar a caballo y no necesitar utilizar las balsas, que los hubieran retrasado. En un primer momento, por aquel ruido, pensaron que había venido con la totalidad de sus tropas, pero al poco tiempo el ruido cesó. Todos contenían la respiración. El corazón de la mayoría comenzó a latirles en el pecho con tanta furia que algunos incluso salieron de allí corriendo, no pudiendo soportar la perspectiva de ser cogidos como prisioneros por Amilcar Barca.
Un leve resplandor fue acercándose despacio hacia la enorme explanada que se extendía ante ellos. Algunos soldados portaban teas encendidas para ir alumbrando el camino a los demás. No muchas, las suficientes para no llamar la atención. La noche era demasiado oscura, y la falta de luna había sido tomada como un mal presagio entre los hombres. Muchos de aquellos soldados pensaron que todos los malos augurios de los últimos meses se materializarían aquella noche en algo oscuro y sin forma, que les haría tener problemas.
Por señas, Ana y Entai fueron diciéndoles a todos que no se movieran, y que no hicieran ruido. Necesitaban que estuvieran cerca. Que todos se reunieran en un mismo lugar antes de cargar contra el poblado. Y aquella extensión de tierra justo enfrente de ellos, era el lugar idóneo. Ana necesitaba desesperadamente que todos se acercaran hasta allí. Miró a los ojos a Entai, que le preguntaba con la mirada si ya era el momento, y negó con la cabeza.
Amilcar Barca presidía aquella infernal comitiva, con la misma ropa con la que apareciera en casa de Entai hacía tan poco tiempo. Se había preparado para la ocasión. Estaba tan seguro de sí mismo, tan seguro de ser invencible, que no le importaba si brillaba en la oscuridad, y si aquello podría alertar al enemigo. El venía dispuesto a acabar con todo el que se le pusiera por delante aquella noche. Y no saldría de allí sin haber acabado con la maldita extranjera. Lukeo se le acercó, cuando sus hombres se hubieron puesto a su altura.
- General – dijo en voz baja – esto no me gusta. Todo está demasiado tranquilo.
- Es normal, Lukeo – contestó él con ironía – nadie se atrevería a venir a plantarnos cara.
- Lo sé, mi general – insistió él – pero aun así… debería oírse o verse algo. Gente corriendo, destellos de hogueras encendidas,… algo. No estamos tan lejos del poblado como para que todo esté tan en calma.
- No nos esperan.
- Claro que lo hacen – volvía Lukeo sobre el tema – la extranjera seguro que los habrá alertado – Amilcar lo miró con ira, y no volvió a insistir.
- Entonces, ¿de qué preocuparse? – se mofó – se habrán marchado como corderos asustados.
- Si, mi general, eso será.
- Asegúrate de que todos están preparados y, cuando yo de la orden, comenzaremos a andar despacio – le dijo – vamos a hacer esto con calma.
- ¡Señor! - contestó él, dando media vuelta y acercándose a sus hombres.
Lukeo volvió al poco tiempo.
- Todo está en orden, general – afirmó – cuando quieras.
- Está bien – dijo él, con aire satisfecho – Helikê ya es casi mía. ¡Vamos! – ordenó.
Lukeo levantó el brazo para dar la orden de comenzar a marchar, cuando se oyó algo a lo lejos, y se paró en seco. Un extraño sonido llegaba desde la derecha.
- ¿Qué pasa? – preguntó Amilcar extrañado - ¿porqué no das la orden?
- Yo… - comenzó él – he oído algo – ambos pararon durante un segundo, haciendo un esfuerzo por escuchar algún sonido en la noche.
- Yo no oigo nada – replicó él, molesto – da la orden y vayámonos de una vez.
Lukeo volvió a levantar el brazo, y ésta vez el sonido vino de su izquierda. Algunos de los soldados se volvieron a su vez, alertados por el mismo ruido. Incluso Amilcar lo oyó. Todos escucharon durante un momento. Nada. Había sido algo extraño, sin definir. Una suerte de rugido ronco.
- Algo pasa, Amilcar – se atrevió a decirle finalmente – los hombres también lo han oído.
- Tonterías – dijo él, haciendo oídos sordos a lo que él mismo escuchara. Se dio la vuelta, y mirándolos a través de la oscuridad, como adivinando sus rostros, les dijo – aquí no pasa nada. Vamos a marchar contra Helikê ¡ahora! – nadie se movió. Necesitaba infundirles ánimo, y qué mejor que ofrecer algo a cambio – Está bien, quedaos con lo que encontréis – esta vez un murmullo de aprobación resonó a su alrededor. No los veía, pero estaba seguro de que aquello si que los haría cargar contra el poblado. Y para terminar de convencerlos dijo la frase mágica: - incluidas las mujeres.
- Si, si – se oían voces de aprobación en la oscuridad.
- Y ahora, Lukeo – volvió a insistir – da de una vez la orden y pongámonos en marcha.
Esta vez Lukeo levantó el brazo, y mirando a algunos de los hombres que tenía más cerca, bajó el brazo y exclamó:
- ¡Vamos!
La tropa comenzó a andar despacio hacia donde Ana se encontraba. Llevaban unos metros recorridos cuando, en susurros, les pidió que estuvieran preparados, que estaban a punto de actuar.
Los caballos fueron los primeros en darse cuenta. Los podían sentir cerca de ellos. Los intuían. Los olían. Comenzaron a relinchar, inquietos. Algunos soldados no le dieron importancia, pero otros tuvieron que hacer un esfuerzo por controlarlos. Al cabo de muy poco tiempo, muchos de ellos, completamente descontrolados por el miedo, relinchaban y levantaban en el aire a sus jinetes, intentando quitárselos de encima para poder salir corriendo de allí. Los hombres, ante tan extraño comportamiento, comenzaron a murmurar entre ellos que algo raro pasaba. Aquello no era normal.
Aun así continuaron avanzando. Al cabo de unos pocos segundos Ana le dijo a Entai que tenía que ser en ese momento, y todo dio comienzo. Los hombres del poblado los soltaron. Un enorme rugido resonó en el aire y los soldados se quedaron paralizados. El ruido venía de todas partes, los envolvía. No tenían ni idea de qué era, pero sonaba aterrador. Los caballos, intentando salir de allí, derribaron a algunos jinetes, que cayeron de bruces contra el suelo, quedándose durante un momento tan quietos que parecían hipnotizados. Amilcar no sabía qué sucedía, pero todo le resultaba muy familiar.
Un enorme resplandor comenzó a asomar por ambos lados de las murallas. Todos estaban expectantes. Algunos incluso, arrodillados, con las manos alzadas a ambos lados de las cabezas, comenzaron a rezar a sus dioses, pidiendo clemencia al no haber hecho caso a los augurios que presagiara el oráculo hacía unos meses. El pánico comenzó a ser general. El desconcierto se leía en sus rostros.
El resplandor se hizo tan intenso, que parecía que el sol estuviera saliendo de nuevo en plena noche. Amilcar se había quedado petrificado. A duras penas podía controlar a su caballo. Era su sueño. Aquello era con lo que había soñado en tantas ocasiones. Lo que el oráculo le vaticinara. El fuego…. – pensaba una y otra vez -, el fuego…. Lukeo, al verlo, intentó hacerlo reaccionar, sin éxito.




CAPITULO 1

Observaba aquella piedra como se observa una escultura de puro oro. Estaba absorta, fascinada incluso. Suavemente, como si con sólo mirarla fuera a deshacerse entre sus manos, comenzó a limpiar la fina mortaja milenaria que la cubría. No era especial. En realidad no tenía forma ni valor en sí misma. Era el entorno lo que la hacía valiosa. Formaba parte de un muro.
- ¿Qué has encontrado?- le preguntaron por detrás.
- Nada, - contestó ella saliendo por un minuto de su mundo; ese mundo que creaba a veces para escapar de la realidad; el de tumbas, faraones y piedras; rituales, dioses y bellas vírgenes sacrificadas. Ese mundo de hadas, elfos y duendes en el que tan a menudo entraba y donde lograba encontrarse a salvo de sus propios pensamientos-. Es sólo un muro.
- Pues cualquiera lo diría. Quien te mire ahora ten por seguro que piensa que has encontrado una segunda Dama.
- ¿Acaso me ves la cara, Manu? – replicó ella a tan ridículo comentario -.
- No, pero me la imagino.
- Pues no imagines tanto, gracias.
No era la primera vez que excavaba. No podía decir que aquello la pillara por sorpresa. Pero realmente eso no cambiaba las cosas. Sus sentimientos eran los mismos y siempre le ocurriría exactamente igual, ya fuera por una piedra, por un trozo de cerámica o por un minúsculo huesecillo. Se quedaba quieta, embobada como una niña. Hipnotizada durante unos segundos, con los ojos muy abiertos, esperando que algo maravilloso apareciera ante ella de entre la tierra.
Desde que ella podía recordar no había encontrado nada que la llenara tanto como aquello. Era, sencillamente, un sueño. Había entrado en una película de arqueología a través de la pantalla, dándose cuenta, de pronto, que aquello era real, que no existía tal película.
Su habitación estaba a caballo entre una biblioteca y un museo: “Los grandes descubrimientos de la Historia”, en doce volúmenes, por aquí; “Historia de la civilización del Antiguo Egipto” de Jacques Pirenne, por allá; “Illici”; “Gran historia del arte”; papiros egipcios, esculturas romanas, trozos de cerámica griega, fotografías, pósters,...
Llegó un momento en que todo le parecía poco. Necesitaba más. Ante un nuevo libro actuaba como un niño ante un nuevo juguete. Lo devoraba. Le daba vueltas, lo leía, tomaba notas y hacía resúmenes. Incluso se inventaba trabajos de investigación. Intentaba descifrar los jeroglíficos egipcios, leer los caracteres mayas o desvelar los secretos de la escritura íbera.
En ocasiones plasmaba sus propias emociones en un papel y lo guardaba en una carpeta utilizada cientos de veces antes de aquella:

“Inmensos colosos que se alzan como guardianes de otras épocas. Dioses de piedra que os fundís con los hombres para mostrar vuestra grandeza. Quién pudiera tocaros, acariciar la fría piedra de la que estáis hechos. Sentir y ver lo que habéis sentido y visto durante siglos. Estar ahí, junto a vosotros. Escuchar la nada, que os rodea como un halo de tinieblas. Testigos mudos de una época que no volverá jamás.”

Y ahora se encontraba allí de nuevo, frente a aquel trozo de muro que lentamente comenzaba a mostrarse ante sus ojos. Mientras lo limpiaba oía una vocecilla en su cabeza, allá en el fondo, que le susurraba muy suave: - estoy aquí. ¿Acaso estás ciega? Déjame salir. Quiero mostrarte cómo soy. ¡Búscame!, vamos, ¡búscame!
Como si el conglomerado de tierra y piedras que tenía ante sí tuviera vida propia, fue mostrándole poco a poco su altura, su anchura e incluso algo del suelo donde se sostenía: era un mosaico que parecía la representación de una mujer morena, que la miraba con una amplia sonrisa.
- ¿Lo ves? – escuchó en su cabeza -. Te dije que valía la pena.



Las sospechas de Juan Luis, el arqueólogo encargado de la campaña de ese año, iban tomando forma. Estaba convencido de que bajo sus pies se situaba una importante vivienda íbera y los hallazgos de aquella semana apuntaban a que la habían encontrado. Se retiró de la frente su rizado cabello rubio con un pañuelo y continuó desenterrando lo que parecía un ánfora, pero que por su textura no parecía íbera.
- No puede ser, no tiene sentido - pensó -. Esto es sigillata aretina. Esto es griego.
Al poco rato oyó a Manu comentar a un compañero que Ana había encontrado un muro, pero que todavía no se lo había dicho. Se levantó del suelo de un salto y se expolsó el polvo de sus pantalones vaqueros, recortados a la altura del muslo para facilitarle la mayor movilidad posible. Armó tanto ruido que todos se le quedaron mirando. Disimula Juanito – se dijo a sí mismo -, que pareces un crío más joven que ellos. Ya te lo dijo tu padre: ante todo da la impresión de que lo tienes todo bajo control.
Se acercó con tranquilidad donde estaba Ana, como si lo que se disponía a ver no fuera nada del otro mundo, conteniendo la emoción y ordenándole al corazón que se quedara bien amarrado dentro del pecho.
- ¿Qué has encontrado Ana? – le preguntó, regulando su tono de voz para dar la sensación de madurez requerida para la ocasión.
- Creo que es el muro de una casa, pero no te lo puedo asegurar. ¿Por qué no le hechas un vistazo a ver qué te parece?
- Sí, eso creo – dijo, tras limpiar suavemente un fragmento del mosaico con metódica parsimonia. Fue una pausa que a todos les pareció interminable. Quería estar seguro de lo que iba a decir, no quería pillarse los dedos echando las campanas al vuelo con la prensa y la televisión local para que luego no fuera lo que él esperaba. Prefirió asegurarse primero y esperar lo suficiente para no tener ninguna duda -. Tendremos que esperar un poco para confirmarlo. Primero debemos limpiar todo este sector y dejar al descubierto al menos del I-2 al I-5 y del J-2 al J-5. Tened mucho cuidado ahora con lo que sacáis. Lo quiero todo absolutamente trillado. Y nada de palas. Poco a poco, con las picoletas y las brochas. ¡Ana! – se acercó a ella y le comentó – ten mucho cuidado con ese mosaico. Es preferible que delimitemos primero los muros y luego ya nos encargaremos de él.
Ana hizo una mueca casi imperceptible de desaprobación, pero asintió. Le habría gustado averiguar en aquel mismo instante qué secreto escondía a su alrededor esa cara tan simpática que seguía hablándole, incitándola a continuar.



El lugar donde se localizaba el yacimiento estaba rodeado de palmeras. Un río, antaño caudaloso y ahora bastante menguadas sus fuerzas, transcurría no muy lejos de allí. Hubo un tiempo en que sus aguas fueron cristalinas y bajaban hacia el mar con el rítmico sonido de las gotas golpeando su cauce, ajenas por completo a la ajetreada vida que amanecía cada día a su alrededor. La vida de un pueblo, una cultura, que había sabido encontrar un equilibrio casi perfecto. Que había sabido escoger lo mejor de cada civilización, que lo había mezclado en una coctelera y que al resultado de esta exótica bebida le había añadido una pizca de cordialidad, un poco de alegría y un mucho de genialidad. Era el pueblo íbero.
Ana lo sabía. Al igual que le ocurriera antes a Juan Luis, ella también lo había presentido. Lo notaba bajo sus pies intentando emerger a la superficie para gritar: - “¡Miradme!, ¡Escuchadme todos! He estado demasiado tiempo inmerso en la oscuridad de los siglos y ahora ha llegado el momento de contar mi historia”.
Estaba casi terminando la mañana de un día de últimos de mayo, que había resultado más primaveral de lo esperado. Pero ya avanzaba el mediodía y el calor apretaba. Quedaba apenas media hora para la comida y se decidió esperar a la tarde para continuar con el trabajo que se había quedado a medias.
- ¡A ver chicos! – dijo Juan Luis - . Vamos a parar ahora y continuaremos después de comer. Manu, tú te encargarás del sector I-5 mientras Ana termina con éste, a ver si conseguimos averiguar qué se esconde ahí debajo antes de irnos hoy.
- ¿Te encuentras bien Ana? – preguntó Marta con voz preocupada -. Estás un poco pálida.
- Sí, estoy bien. Sólo tengo sed. ¿Hay agua fresca por algún lado? – Ana comenzaba a acusar el calor. Su larga melena morena le molestaba. Incluso habiéndosela recogido en una trenza, notaba como el sudor le recorría la espalda, formando un hilillo de agua que lentamente era absorbido por la camiseta.
- Ven, te acompaño.
Marta era su fiel compañera de batallas. De aspecto amable y desaliñado, facciones estilizadas y gran corazón. Estaba estudiando cuarto de Historia. Ana había coincidido con ella en un Congreso Arqueológico celebrado unos meses antes. Se habían caído bien. Ambas compartían la misma pasión por la Historia Antigua, por Egipto y, en general, por la arqueología. La había ayudado en varias ocasiones con algunas cuestiones técnicas que no acababa de entender respecto al trabajo de campo de un arqueólogo y no tardaron mucho en trabar una buena amistad.
En esta ocasión, parecía bastante intranquila. La cara de Ana se tornaba por momentos tan blanca como la tierra que la rodeaba y se apresuró a darle un vaso de agua.
- ¿Es que no has bebido nada en toda la mañana? – le preguntó -.
- No mucho. Con eso de que no hacía calor, se me ha pasado el tiempo volando y no me he dado cuenta de la hora que es.
- Tienes que beber más agua. Aunque haga poco calor, tú no paras de moverte y sudas – la regañó en tono maternal -. ¡No me seas cría, Ana! ¡Parece que no hubieras hecho esto nunca!
- ¡Sí mamá! – contestó ella con una sonrisa burlona en los labios.
Se echaron a reír. De vez en cuando Marta adoptaba esa actitud de madre celosa de sus hijos, siempre alerta a cualquier motivo de alarma. Ana pensaba que era debido a su edad, ya que tenía ocho años más que ella. Pero tampoco le importaba en exceso; es más, se preocupaba por ella y eso era lo que se suponía que debía de hacer una buena amiga.



La comida transcurrió tranquila. Ana parecía haber recobrado el color y no le dio más vueltas al tema. Aprovechando el descanso de la hora del café, se recostó sobre una hamaca, colgada entre dos palmeras y repasó mentalmente cómo había ido el día. No le gustaba perder el tiempo y aquella era una ocasión como otra cualquiera para no dejar cosas por hacer y para pensar qué le quedaba por terminar para la tarde.
Para ella, la profesión de arqueólogo era su pasión. Desde muy temprano se comenzaba a excavar. Tras dividir el yacimiento en sectores cuidadosamente delimitados, se anotaba cualquier descubrimiento, por pequeño que fuera, se fotografiaba el lugar y se dibujaban planos de situación de cada una de las piezas encontradas, construcciones civiles o viviendas. Esta era la parte que más le gustaba. Con la que realmente disfrutaba. Ya por la tarde se hacían dos grupos y mientras uno continuaba en la excavación, el otro se dedicaba a lavar las piezas halladas, a dibujarlas en relieve en un diario de trabajo y a describir el material con que se habían realizado, posible procedencia, ubicación, etc.
Con su imaginación siempre funcionando a pleno rendimiento, creía ver ante sí la máscara funeraria de un poderoso rey maya, cubierta de tierra, esperando ser limpiada por ella, mientras multitud de periodistas, haciéndole fotos, estaban listos con papel y bolígrafo para anotar apresuradamente su valoración del descubrimiento como consumada arqueóloga que era.
- Un día de éstos – pensó - mi imaginación me va a gastar una mala jugada y voy a hacer como el cuento del pastor y el lobo, que cuando realmente encuentre algo importante lo voy a tirar a los escombros pensando que no sirve para nada.
Estaba absorta en estos pensamientos cuando la avisaron de que había que volver al trabajo. Se retocó la trenza con las manos, antes de enfundarse sus gordos y ásperos guantes de faena y se encaminó hacia el yacimiento.
El calor continuaba apretando. Se había convertido en bochorno. Respirar era ya casi un suplicio. Pero Ana no se acobardó. Está ahí, - pensó – y no voy a dejar escapar esta oportunidad. ¡Ale!, espabila Ana, que todavía te quedan tres horas.
El sector del yacimiento donde estaba excavando, el I-4, apareció lentamente ante sí. Era un hoyo de un metro de profundidad por dos de ancho. Marta se acercaba hacia ella con una amplia sonrisa dibujada en su rostro, pensando que Ana disfrutaba de aquello como una niña. Sin saber cómo, la vio tropezar justo delante de ella y caer de bruces al pequeño cuadrado en el que estaba trabajando. La contempló desaparecer de su vista como por arte de magia y se echó a reír.
- ¡Menuda torta! – gritó sin poder contener la risa -. ¡Anda, hija, que ni hecho a propósito!
Cuando se acercó, la cara le cambió de golpe. Ahogando un grito de angustia en la garganta, exclamó: ¡Dios mío! Ana estaba tumbada en el suelo, boca arriba, con una pequeña brecha en la frente y la sangre goteándole hacia un lado, formando una diminuta cascada que era tragada por la tierra, tiñéndola de rojo.
- ¡Ana, Ana! – gritó -. Pero Ana ya no la oía.



Ana miraba aquel hoyo como se mira una sombría cueva de la que no sabes qué albergará en su interior, al abrigo del sol, abrazando la tenebrosa oscuridad. Pensó en los antiguos moradores de Altamira. No conseguía imaginar cómo pudieron crear aquellas maravillosas pinturas a tantos y tantos metros de la entrada, sin otra luz, quizás, que una pequeña antorcha o una diminuta fogata. Los vio mezclando la tierra con la sangre de los animales que habían sacrificado y aprovechando las tortuosas formas de las rocas para darles vida. Se vio a sí misma allí junto a ellos, como una intrépida reportera en el tiempo, tomando nota de cualquier acontecimiento como si de su correcta interpretación dependiera la historia de la Humanidad.
Imaginó tantas cosas, vio tantas cosas, que no se dio cuenta de que no veía nada. La vista se le estaba nublando. Estaba mareada. La sangre le subió a borbotones a la cabeza. Un sudor tan frío como una gélida noche de invierno le recorrió la espalda, y la sangre le bajó de golpe a los pies. Fue lo último que notó.
Estaba encima de una piedra y no podía moverse. Las cosas se desvanecían a su alrededor. Se vio de niña; con su hermano; jugando con sus muñecas; hablando con los amigos; paseando...
Haciendo un gran esfuerzo, se volvió boca arriba y escuchó la voz de su amiga que le gritaba. ¡Ana, Ana!, pero no podía verla. Como en una obra de teatro, cayó el telón y se hizo la oscuridad.



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CAPITULO 2



- ¿Está bien?
- Creo que sí, mi señora.
- Ya ha dejado de sangrar.
- Sí. Podía haberse matado. Ha sido un mal golpe.
- ¿Ha visto, mi señora, que vestiduras tan extrañas lleva?
- Sí. No se parece a ninguna otra de las que yo haya visto hasta ahora.
- Parece que ya vuelve en sí, mi señora.
- ¿Te encuentras mejor?
Ana abrió lentamente los ojos. No sabía cuánto tiempo había pasado pero no parecía mucho: el sol aún lucía en el cielo. Una cara de mujer, ovalada, de tez morena y ojos oscuros la estaba mirando fijamente. Parecía una persona agradable. De rasgos sencillos pero firmes.
Miró a su alrededor. Otras tres mujeres estaban con ella. No las reconoció. Su apariencia era normal, pero su ropa parecía sacada de uno de aquellos libros de Historia que ella solía ojear en su casa. La mujer que la miraba, de no más de treinta años, vestía una túnica roja sin mangas, ceñida a la cintura con un delgado cordón de hilo de oro. Unas sandalias trabajadas con finas tiras de piel, cubrían sus pies, serpenteando por sus pantorrillas, hasta perderse bajo la tela. Completaba su atuendo un collar de oro engastado con grandes placas de metal y dos brazaletes en el brazo derecho, formando pequeñas olas brillantes. Su tocado, sencillo, pero a la vez cuidadosamente trabajado, le daba un cierto aire cortesano.
Sus acompañantes, situadas un paso por detrás de ella, iban ataviadas de manera más sencilla, con túnicas en tonos claros, sandalias sin adornos y un cinturón grueso de piel a la altura de las caderas.
Todavía estaba aturdida, pero oyó decir con voz firme a la mujer:
- ¡Id a preparar un baño y algo de vestir para la extranjera! ¡Debe descansar! ¿Cómo te llamas?- le preguntó.
- Ana – exclamó. ¿Dónde está Marta? ¿Y los otros? ¿Se han ido todos a casa?
- Aquí sólo estoy yo. No hay nadie con ese nombre. Yo soy Thíara, la dueña de la casa – su voz se había tornado dulce y tranquila. Intentaba inspirarle confianza.
- Pero bueno. ¿Qué es esto? ¿Una broma o qué? – gritó -. Pues como broma ya está bien, ¡ya os estáis pasando!
Lo dijo gritando, sentada conforme estaba en el suelo y mirando a su alrededor por si alguno de sus compañeros aparecía. Esperaba que de un momento a otro alguien diera un salto delante de ella y le dijera: ¡Inocentona! ¡Te lo has tragado!
Intentó incorporarse. Su cabeza le daba vueltas y notó una pequeña gota que le caía por la sien. Se tocó la herida y vio su mano manchada de sangre. Volvió a desvanecerse.



Cuando despertó de nuevo ya era de noche. Estaba tumbada en la cama y pensó que todo había sido un mal sueño. Que había tomado demasiado el sol. Pronto se dio cuenta de que no era así.
La habitación, en penumbra, era amplia pero acogedora. Una suave brisa entraba por las ventanas, moviendo acompasadamente las gasas transparentes que las cubrían, dejando a la luz blanquecina de la luna filtrarse entre ellas. En una de las esquinas de la estancia, en una gran columna, había una tea encendida, que iluminaba con luz tenue una delgada franja del suelo y las paredes. Estas estaban adornadas con ricas pinturas policromadas que simulaban el mar repleto de peces y una barca meciéndose sobre las olas.
Un delicado perfume la embriagaba. Era su cuerpo. La habían bañado y habían ungido su piel con un aceite impregnado en esencia de rosas y otra sustancia que no logró reconocer. Se incorporó en la cama y se dio cuenta de que estaba desnuda. A sus pies encontró una túnica de hilo medio transparente que dejaría entrever las suaves formas de su cuerpo. Era de un dulce tono salmón, acompañada de un fino cordón de oro, exquisitamente labrado y unas sandalias.
Instintivamente se vistió y deseó que en la casa sólo estuvieran las mujeres que había visto antes, ya que sus pechos y su pubis se adivinaban bajo la tela. Pensó que podía entrar alguien en la habitación en cualquier momento y dio un salto poniéndose de pie y quedándose muy quieta. Se pellizcó el brazo. Quería estar segura de que aquello no era un sueño; que estaba sucediendo en realidad.
La habitación estaba en silencio. Sólo se escuchaba el suave rumor de la brisa y, a lo lejos, una cigarra entonaba su rítmico canto de amor. Atravesó la puerta de puntillas para evitar despertar a alguien. La estancia daba a un patio rodeado de columnas, con un amplio corredor repleto de vegetación. Identificó el olor del jazmín, o quizás fuera el galán de noche, no podía asegurarlo. En el centro del patio, custodiado por la inmensa luna que se reflejaba en él, un gran estanque había recogido el agua de lluvia y a su alrededor seis bancos de mármol invitaban al descanso.
Vio luz en el otro extremo del patio y se dirigió hacia ella. La puerta, entornada, dejaba entrever un gran salón iluminado, y en una de sus esquinas, la mujer que había visto antes se reclinaba sobre un canapé adornado con varias telas de brillantes colores y unos cuantos cojines cuadrados con borlas en sus esquinas. Vestía con una túnica muy parecida a la que ella llevaba y de igual modo podía ver su cuerpo. Pensó entonces que debían de estar solas y se tranquilizó un poco. Justo enfrente de ella había una mesa de madera, repleta de recipientes de barro con comida. Una de sus acompañantes le servía vino en una copa de cerámica adornada con líneas circulares concéntricas.
- Entra extranjera – le dijo la mujer haciendo un gesto con la mano -. Tendrás hambre. Llevas todo un día sin comer. ¡Pasa, vamos!
- ¿Un día? ¿Tanto he dormido? Me duele la cabeza.
- Te diste un buen golpe, ¿sabes?, a juzgar por la herida que tienes en la frente – Ana hizo ademán de tocarse -. No te preocupes, ya no sangra. Pero mejor será que no te la toques por ahora. ¿Quieres aguamiel? – le ofreció una copa, que se apresuraron en llenar.
Ana bebió. También tenía hambre. Sus tripas ya habían comenzado a quejarse. Comió un poco de conejo asado, aderezado con plantas aromáticas y unos cuantos dátiles endulzados con miel.
- ¿De dónde eres? No he conseguido identificar tu atuendo y eso que he recibido en mi casa a comerciantes griegos, tartesios, fenicios... - se quedó mirando al techo con aire distraído, como queriendo recordar a todos los invitados que habían pasado por allí -. Pero tú eres distinta. Y ese extraño calzado que llevabas, ¿cómo lo llamas?
- Son deportivos. ¿Dónde está mi ropa?
- ¡¿De-porti-vos?! Nunca lo había oído – la mujer puso cara de extrañeza y se rió -. No te preocupes, la he mandado lavar. Estaba llena de polvo y tenía un olor...
- Recuerdo que estaba excavando y de pronto todo se volvió oscuro. No sé muy bien qué ha pasado.
- ¿Excavando? ¿Se te ha perdido algo? Cuando te encontramos ayer en la parte trasera de la casa, no imaginé que fueras buscando nada.
- Es muy difícil de explicar. No lo entenderías – Ana le hablaba como si fuera algo natural y aquella mujer fuera a entenderla -. De donde yo vengo excavar en busca de los restos de otros pueblos es bastante normal. Lo que no tengo muy claro es cómo he llegado hasta aquí – se puso a hablar sola, con la mirada perdida, intentando descubrir lo ocurrido, discutiendo consigo misma -. He oído hablar muchas veces de viajes en el tiempo y esas cosas, pero yo pensaba que se necesitaría una máquina, un avión o algo por el estilo. A no ser, claro, que haya habido una fluctuación en la línea espacio-tiempo como decía Asimov en su libro...
Cayó en la cuenta de que no estaba sola. La mujer la miraba con aire divertido, pensando que el golpe le había afectado la razón.
- Hablas de manera muy extraña. Avión, máquina. No sé a qué te refieres. De momento será mejor que descanses y mañana, cuando te encuentres mejor, iremos a dar un paseo por el mercado. Quiero ver unas telas nuevas que me han dicho vienen de Oriente y las llevan las mujeres espartanas para mantener enamorados a sus maridos.
Sin decir nada más, igual que cuando se da una orden, se levantó y desapareció tras la puerta. Ana se volvió a su habitación. Todavía estaba aturdida. Miró a través de la ventana, desde donde se divisaban las negras siluetas de las palmeras, meciéndose al son de la suave melodía que interpretaba la brisa, como si un enorme abanico hiciera las veces de batuta. Oyó crepitar el fuego en la tea y se acostó en la cama – mañana veré qué ha pasado – pensó - igual todo esto no es más que un extraño sueño y nada más. Cuando me levante mañana ya intentaré darle una explicación – la cabeza le dolía y le escocían los ojos. Poco a poco fue entrando en un estado de semi-inconsciencia en el que comenzó a pensar en los acontecimientos que para ella habían pasado hacía sólo un rato -. Ahora necesito dormir o me va a estallar la cabeza – pensó casi dormida – ojalá tuviera un paracetamol a mano. Mañana será otro día como dice la canción...



Se levantaron temprano y se encaminaron al mercado. Salieron de la casa y comenzaron a andar por un camino de tierra por el que de vez en cuando veían pasar grupos de gente a los que Thíara saludaba amistosamente.
Ana con ella. Su cabeza no terminaba de encajar los acontecimientos de las últimas horas. No deseaba encontrar una solución o una explicación todavía, así que se limitó a dejarse llevar. Una especie de turista abierta a cualquier aventura en un lugar desconocido.
No tardaron mucho en llegar al poblado. Las calles eran rectas, de unos tres metros de anchura y el pavimento era de tierra apisonada. Las casas, pequeñas, en su mayoría cuadradas, aunque algunas de ellas parecían rectangulares, estaban construidas unas junto a otras y se alineaban a ambos lados del trazado. Sus paredes, hechas con adobes, se alzaban sobre un zócalo de piedra, que apenas le llegaba por las rodillas. El techo estaba cubierto de una especie de argamasa realizada a base de ramas de olivo, barro y tierra.
- Desde luego, - pensó Ana -, no se parecen en nada a la enorme vivienda de Thíara. Si acaso en el zócalo, aunque yo diría que es mucho más alto. En lo demás seguro que no, como la noche al día. Es más parecida a una casa de la alta aristocracia, si es que eso existe aquí.
Atravesaron el pueblo y salieron a campo abierto. El mercado apareció ante ellas. Los puestos estaban hechos en su mayoría de madera y recubiertos con ramas de palmera para evitar los calurosos rayos del sol. Un enorme reguero humano iba de arriba abajo, de un lado para otro, gritando, mirando las mercancías y regateando los precios con los vendedores. En las más de las ocasiones, terminaban discutiendo con la clientela.
Había telas, cerámica, animales, frutas e incluso baratijas. En uno de los puestos, dos mujeres admiraban varios espejos de metal pulido con adornos de flores en el mango procedentes, según les explicaba el mercader, del lejano Egipto. En otro, una mujer vestida únicamente con una túnica raída y sin color, suplicaba que le rebajaran el precio de la harina que quería llevarse para hacer pan. En un tercero, un hombre joven, de pelo negro y ojos saltones preguntaba por el precio de un escudo circular con un extraño adorno en el centro.
Ana no salía de su asombro. Su mirada iba de aquí para allá escudriñándolo todo, observándolo todo. No quería perderse detalle de aquel espectáculo.
- ¿Por qué no es tu casa como las que hemos visto antes, Thíara? – le preguntó -.
- Bueno, yo soy de aquí, de Helikê, al igual que mi madre y mi hermano, pero mi padre era griego, un importante comerciante de cerámica. Recorría estas costas muy a menudo, trayendo cerámicas griegas de muy buena calidad y que aquí se vendían muy bien. Esta gente sabe apreciar lo bueno. Y no sólo eso, sino que lo asimila, lo acopla a su cultura y lo hace suyo. ¡Tienen mucho gusto! – lo dijo con orgullo. Sus ojos gritaban en silencio: lo sé porque yo soy de aquí -. Al casarse con mi madre y trasladarse definitivamente, no quiso perder sus costumbres ni sus orígenes y construyó nuestra casa con columnas, mosaicos e incluso adornos traídos expresamente de Grecia para él. Al morir ambos, mi hermano Entai se hizo cargo de sus asuntos. Él vendrá hoy o quizás mañana, si todo va bien.
- Entonces, - dijo Ana con asombro -, ¿esto es Elche?
- ¿El-che? No. He dicho Helikê.
- Bueno, sí, yo me aclaro. ¡Esto es increíble!
Thíara ya no le hizo caso. Habían llegado a un puesto repleto de telas de diferentes colores. Un hombre robusto, moreno, con la cara curtida por el sol y con una barba muy poblada que le cubría la mayor parte de la mandíbula, esbozó una enorme sonrisa al verla.
- Buenos días, Nelíades.
- ¡Buenos días, señora!
- ¿Me has traído esa tela tan maravillosa que me prometiste? Quiero que la vea mi invitada. Ya sabes que si es buena te pagaré un buen precio por ella.
El hombre asintió con la cabeza y buscó en un cesto que tenía a su derecha. Sacó una gran pieza de tela roja. Al tocarla, Ana se dio cuenta de que era seda.
- Dicen que está tejida con el llanto de una hermosa diosa de Oriente, y que las mujeres de Esparta la usan en las noches de placer con sus maridos – lo dijo en tono confidente y guiñándole un ojo -.
- Es seda – dijo Ana con aire distraído -. La fabrican en China desde hace siglos con los hilos que teje un gusano para hacer su capullo y convertirse en mariposa.
- ¿Cómo sabes tú eso? – la interrogó Thíara -.
- Eso se aprende en la escuela cuando eres pequeño. Al menos en mi ciudad.
Nelíades pareció ofenderse. Le gustaba más la versión de la diosa, con la que conseguía tan buenos resultados entre sus clientas.
- No te preocupes Nelíades – le dijo, intentando disculparla -. Ella es extranjera y está un poco aturdida por un golpe que se dio ayer en la cabeza. Me llevo la tela. Le diré a Kalina que me haga una preciosa túnica, a ver si así consigo un marido pronto – le sonrió -.
Se pusieron de acuerdo en el precio. Cogiendo la tela con cuidado, se la pasó a una de las mujeres que había visto la noche anterior y que al parecer nunca se separaban de ella. Las habían seguido todo el camino en silencio, un par de pasos por detrás de ellas.
- Llévala a casa – le ordenó -. Vamos, Ana. Oye, si no quieres llamar demasiado la atención, será mejor que no digas esas cosas delante de la gente. Hay quien te tacharía de loca y te repudiarían, ¿entiendes? – Ana asintió -. Ven. Vamos a dar un paseo.
Caminaron un buen rato por una estrecha senda surcada por altas palmeras. Llegaron a una zona donde la vegetación se hacía más frondosa. Un suave rumor se escuchaba en alguna parte.
- ¡Ten cuidado Ana! – le gritó.
Se paró en seco. Miró hacia delante. Una enorme muralla se precipitaba bajo sus pies, dejando el suelo a unos cuatro o cinco metros de ella.
- ¡Qué susto! No sé cómo no me he dado cuenta. ¿Murallas? ¿Para qué? – indagó Ana.
- Helikê está situada en medio del Sonoro Alebus y para evitar posibles ataques de otros pueblos, hace muchos años nuestros abuelos construyeron estas murallas, por si el río no era suficiente defensa. Yo creo que por eso no hemos tenido ninguna guerra realmente importante, al menos hasta hoy. – Se quedó mirando el horizonte mientras seguían andando despacio -. Ahora, las cosas están algo revueltas. Se huelen los problemas en el aire.
- ¿Problemas por qué?
- Los comerciantes que pasan por nuestra casa nos hacen llegar a menudo noticias de un joven general cartaginés, un tal Amilcar Barca, que al parecer ha conquistado numerosas tierras tanto al Sur como al Norte de aquí. Además, está construyendo una poderosa ciudad a poco camino de aquí. La llaman Akra Leuké. Está situada junto al mar.
- No sabía que Alicante hubiera sido construida por los cartagineses – reflexionó.
- ¿Alicante? Oye, ¿te encuentras bien? ¿Seguro que no te duelen los oídos? Quizás el golpe que te diste fuera demasiado fuerte.
- No tengo problemas en el oído. Lo que ocurre es que en el lugar donde yo vivo estas ciudades tienen otro nombre. No es más que eso – Thíara le recordaba a Marta. El mismo aire maternal - ¿Dónde estaría ella ahora? - pensó.
- ¡Mira!, date la vuelta.
Ana se giró sobre sus talones. Justo enfrente de ella un enorme río, situado a unos cincuenta metros de donde ellas se encontraban, se dividía en dos, dejando al montículo aislado en el centro de sus aguas.
- El Sonoro Alebus – dijo Thíara.
- ¡Guau! ¡El Vinalopó! – lo dijo en voz baja, evitando que ella la oyera. No le apetecía dar más explicaciones -. Si lo viera ahora, que ya no es más que una pequeña acequia de agua sucia – pensó con tristeza.
- Esta es la parte de Helikê que más se acerca a nuestro Alebus. Lo que se supone que debe de ser la muralla del lado opuesto del poblado está tres veces más lejos de la orilla. Eso no es una muralla, es una maraña de árboles al descubierto. Quizás nuestros abuelos no pensaron en eso, pero si alguna vez nos atacaran por allí, podríamos tener problemas. Hay un descampado bastante grande a sus pies y sería relativamente fácil...
- Parece – no la dejó continuar – que sabes mucho de estrategias militares, defensas y todo eso. Es raro en una mujer - Ana iba a agregar: de tu época, pero decidió no hacerlo. No quería que Thíara volviera a increparla.
- Yo sólo sé lo que mi padre me explicaba de pequeña una y otra vez. Él estaba convencido de que la perdición de Helikê llegaría por aquel lado. Lo que ocurre es que la gente, con el tiempo, se ha ido confiando demasiado y ya no le presta atención al asunto. Y deberían hacerlo. No me hacen ninguna gracia las noticias que nos llegan de ese tal Amilcar Barca – la rabia le inundó los ojos. Le hubiera gustado reunir al pueblo y gritarles: ¿estáis ciegos?, ¿acaso no os dais cuenta?, ¡vendrá!, ¡ese cartaginés vendrá! -. Regresemos – dijo -¿tienes hambre?
- Sí. Ya noto otra vez a mi estómago dándome un concierto de cuerda. Esa cantinela significa: ¡tengo hambre!, ¡tengo hambre! – Ana se puso a saltar y a dar vueltas simulando una danza del vientre extravagante en un intento por rebajar la tensión que se palpaba en el aire. Thíara comenzó a reírse a carcajadas.
- ¡Qué rara eres! – le dijo -. Pero me gustas. Eres muy simpática.
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Llegaron a la casa cuando el sol ya estaba sobre sus cabezas. La parte frontal del edificio se alzaba ante ellas. Antes no se había dado cuenta, pero ahora que la observaba detenidamente se percató de que le recordaba a un edificio de estilo griego. Cuatro grandes columnas estriadas presidían la entrada. Los capiteles, de volutas, tenían cincelados motivos en espiral y sobre ellos se sostenía un friso decorado con flores de loto.
- He mandado que te preparen el baño en tu habitación. Cuando te hayas refrescado, cámbiate y ven a comer.
Thíara entró por una de las puertas de la casa y desapareció. El patio que había visto la noche anterior se le antojó ahora más grande y mucho más hermoso. El colorido había cambiado y multitud de rosas y claveles salpicaban el recinto, dándole la apariencia de un típico patio andaluz.
Se sentó en uno de los bancos que rodeaban el estanque y procuró relajarse. Su mente estaba hecha un lío: quería saber lo que había pasado, pero a la vez no quería saber nada, sólo disfrutar de lo que el momento le brindaba.
- ¿Quién eres tú? – preguntó una voz masculina a sus espaldas.
Ana se dio la vuelta. En una de las columnas había un chico apoyado, mirándola con curiosidad – qué guapo – fue lo primero que pensó.
- Soy Ana, ¿y tú?
- Yo soy Entai. ¿Qué haces aquí?
- ¡Ah!, tú eres el hermano de Thíara. Me dijo que vendrías hoy o tal vez mañana. Se llevará una sorpresa al verte, creo que no te esperaba todavía.
Ana lo miró de arriba a abajo. Era moreno, alto, fuerte. Tenía el pelo corto y ensortijado y unos ojos tan negros como la noche, que se diría que querían atravesarla cuando la miraban. Llevaba una túnica corta, azul turquesa, ceñida con un amplio cinturón con una placa en forma de león haciendo las veces de hebilla. Todo su cuerpo se marcaba bajo la tela, por la que asomaban unas piernas y unos brazos fuertes, musculados, seguros de su poder. En contraste, sus manos parecían suaves, delicadas, casi femeninas.
- ¿Conoces a mi hermana? Nunca me había hablado de ti. Es una pena...
- Digamos que soy... una amiga nueva – dijo ella con aire misterioso.
- No sabía que mi hermana tuviera tan buen gusto a la hora de hacer amigas. Tendré que felicitarla cuando la vea. ¿Sabes dónde está? – se había sentado a su lado.
Ana estaba poniéndose nerviosa por momentos y comenzó a juguetear con un pico de su túnica. Nadie había sido tan directo con ella hasta ese momento. Y menos un chico tan guapo. Parecía un príncipe azul salido de una de las películas de Disney.
- Creo que se ha ido a su habitación a darse un baño. Íbamos a comer, pero yo he preferido sentarme a descansar un rato – Entai le apartó suavemente el pelo que le caía en la cara y sus dedos rozaron delicadamente su mejilla -. Ahora que pienso – dijo ella levantándose de un salto – yo también tengo preparado el baño. Mejor será que me vaya. Nos vemos después – su ritmo cardiaco se había disparado y sintió que debía salir de allí lo antes posible o sus mejillas iban a delatar a su asustado corazón.



El baño estaba listo cuando llegó a su habitación. La bañera era un rectángulo adornado con un mosaico de peces y conchas apoyado en una de las paredes de la habitación y se accedía a él por dos escalones de mármol. Una túnica, esta vez de color rojo y sin transparencias estaba preparada encima de la cama. Suspiró aliviada. No le atraía para nada la idea de estar medio desnuda ante un desconocido, aunque fuera tan guapo como aquel. Una de las acompañantes de Thíara la esperaba para ayudarla a desvestirse.
- ¿Cómo te llamas? – le preguntó Ana.
- Soy Elíane.
- ¿Trabajas para Thíara desde hace mucho?
- Estoy aquí desde muy pequeña. Me trajeron desde Grecia para cuidar de la señora – mientras hablaba echaba unas gotas de un líquido blanquecino al agua que al instante impregnó la habitación con aroma de jazmín.



- Tienes que portarte bien – le había dicho su madre -. Esta es una gran oportunidad para ti. No podrías encontrar mejor ama, ¿lo entiendes Elíane?
- Sí mamá – contestó ella con lágrimas en los ojos – pero es que no quiero irme.
- Te cuidarán bien, cariño, sé que lo harán. Conozco bien al señor y, al igual que su padre, tiene un gran corazón. Tienes que ser buena y todo irá bien.
Hacía dos meses que el amo Gorgas le había comunicado su decisión de trasladarse definitivamente a Helikê. Le había pedido que preparara todo lo necesario para el viaje y eso la había debilitado en extremo. Durante los dos últimos años, su salud se había deteriorado rápidamente. Continuas fiebres la atacaban durante largos periodos de tiempo y en los últimos días se podía escuchar un débil sonido salir de sus pulmones cada vez que suspiraba.
Llegó la semana antes de su marcha y su salud terminó por apagarse. Elíane, que por entonces contaba con siete años, veía a su madre tumbada todo el día, consumiéndose poco a poco, palideciendo y perdiendo peso a pesar de que el amo les hacía llegar toda la comida que necesitaban e incluso en un par de ocasiones mandó llamar al médico para intentar hacer algo por ella. Pero Elíane sabía que su madre iría en poco tiempo a reunirse con su padre y eso la hacía llorar continuamente.
Inconscientemente se revelaba contra la situación aunque debido a su corta edad y a sus circunstancias no pudiera hacer nada al respecto. Su única vía de escape había resultado ser el trabajo. Se concentraba en hacer las labores que le correspondían a su madre, limpiar la casa del señor, almacenar la leña para el invierno, lavar la ropa, etc. Cuando tenía un momento se acercaba a visitar a su madre a la pequeña habitación de que disfrutaban al otro lado del patio, en la parte trasera de la casa, se aseguraba de que la habitación estuviera ventilada, le preparaba la comida y la ayudaba a comer y le ponía paños de agua fría en la frente cuando la fiebre subía y sus mejillas parecían que iban a estallar de calientes.
Culpaba al señor de lo que le ocurría a su madre y las noticias de que se iba definitivamente del pueblo no mejoraban el aspecto de su futuro.
- ¿Tenemos que irnos con él? – le había preguntado a su madre -.
- Me temo que sí, cariño. El manda sobre nosotras, él nos da alimentos que comer y un sitio para dormir. A cambio, nosotras tenemos que servirle y ayudarle en lo que él necesite – intentó calmarla -.
- No es justo – replicó una vez más – no entiendo por qué una persona puede hacerle eso a otra. Nadie debería de ser amo de nadie.
Cuando Gorgas fue a visitarla durante la última semana de su estancia en Grecia, se dio cuenta que no resistiría un viaje tan pesado hasta Helikê ya que su salud era pésima. Era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida y preparó lo necesario para que ella y su hija pasaran a formar parte de la casa de su amigo Antígonas. No te preocupes – le había asegurado él – las trataré de igual manera que tú lo has hecho. Aunque para asegurarse de ello le había dejado una considerable suma de dinero.
- No te preocupes Sarmia, lo he dispuesto todo para que no os falte nada ni a ti ni a Elíane – le dijo dos días antes de su partida -. Mi amigo Antígonas cuidará de vosotras dos.
- Quiero pedirle algo, mi señor – le pidió con voz cansina -, necesito que se lleve a Elíane con usted – Gorgas la miró con extrañeza -.
- ¿Sabes bien lo que me estás pidiendo? Si me llevo a Elíane conmigo no creo que vuelvas a verla nunca más.
- De todas maneras me queda poco tiempo. Antes de morir me gustaría estar segura de que a Elíane no le faltará nada. Lo he pensado muy detenidamente, cuando una está aquí postrada tiene tiempo suficiente para pensar acerca de todo – comenzó a explicarle -. Si se la lleva a Helikê le servirá de mucha ayuda, ella es una chica fuerte. Y por otro lado estoy segura de que con usted vivirá una vida mejor que si se queda aquí.
- ¿Estás segura de que ella lo aceptará, Sarmia? Elíane es una chica muy tozuda y preferirá quedarse contigo antes que venirse a Helikê.
- No se preocupe, yo haré que se vaya. Todavía es hija mía.
Elíane tuvo que aceptar finalmente la decisión de su madre. Siempre lo había hecho. Lloró. Lloró mucho. Las lágrimas le recorrieron las mejillas sin cesar durante los últimos momentos en que disfrutó de la compañía de su madre. Se despidió de ella a pesar de que quería salir corriendo, desobedeciendo sus órdenes y seguir corriendo hasta que Gorgas se hubiera ido, para volver más tarde a reunirse con ella.
Pero no lo hizo. No quería causarle más daño a su madre, dado su estado de salud. Le dio un fuerte abrazo y salió de la habitación sin mirar atrás. Apretó el paso para alcanzar a los demás y no volvió la cabeza. Quería mostrarle a su madre que a pesar de su corta edad, ella había aprendido lo dura que podía ser la vida, y que sabía lo que se esperaba de ella.
- Te acostumbrarás, cariño. Te acostumbrarás – su madre la miraba a través de la ventana. Se dio cuenta de su entereza y su madurez cuando no volvió la cabeza para decir adiós. Pensó que sería una buena esclava y que viviría en una gran casa y estaría bien cuidada. Su pecho desaceleró su ritmo. Su respiración se volvió entrecortada. Sabía lo que pasaba y lo aceptó. Se dejó llevar. En su mente veía a Elíane jugando con una pequeña muñeca de trapo que ella misma le había confeccionado cuando tenía tres años y no estaba obligada a trabajar como las demás niñas mayores que ella. Se dejó llevar. Dejó de sentir su pecho moverse. Vio a Elíane venir hacia ella con un pequeño rasguño en la rodilla porque acababa de caerse de una valla y quería que la consolaran con un gran abrazo. Durante un segundo sintió pánico al notar que no podía respirar. Que sus pulmones dejaban de aceptar el aire que le daba la vida. Pero se dejó llevar. Ya podía descansar. Demasiados años de sufrimiento. Demasiados años de enfermedad. Demasiados años.



Ana se sumergió despacio. No quiso preguntar más. Quería evitar que Elíane se sintiera incómoda con ella. Disfrutó del baño. La relajó. Y eso era precisamente lo que necesitaba: relajarse. Eran demasiadas emociones en demasiado poco tiempo. Recordó la caricia de la mano de Entai sobre su mejilla y su cuerpo se estremeció.
Esta vez dejó que Elíane la peinara. Quería causarle buena impresión a Entai. Como una quinceañera enamoradiza, quería estar perfecta para que se fijara en ella. Elíane era experta con el peine. Le hizo un bonito recogido que adornó con pequeñas perlas unidas entre sí formando un collar. A continuación sacó de una pequeña caja de mármol muy parecida a un pequeño pastillero, un polvo negro con el que le pintó una delgada línea en la parte superior del párpado, y de otra caja similar otro de color azul celeste muy pálido con el que terminó de pintarle los ojos. De una tercera caja, esta vez circular, sacó una especie de pasta roja, suave al tacto, que le recordó a la arcilla, dándole unos pequeños toques de color en los labios.



Cuando entró en la sala los dos hermanos reían. Entai se percató de su presencia y de lo hermosa que era. Maquillados de esa forma, sus grandes ojos marrón oscuro parecían dos almendras de ébano envueltas en una gasa azul celeste, que querían entregarse como presente a la mirada de los hombres. Sus labios, también grandes y carnosos, incluso habiendo sido maquillados de una manera tan sutil, le parecieron fruta madura que sin duda tendría el delicioso sabor a la frescura y la calidez de una lluviosa tarde de verano. Se levantó y cogiéndola de la mano la acompañó para que se sentara a su lado. Su mano se había impregnado de un dulce aroma a jazmín y por un momento, todo su cuerpo, dibujado a través de la túnica roja que llevaba ceñida a la cintura, se le hizo visible en su cabeza, adivinando la redondez de sus caderas y la suave tersura de sus pechos.
- Te sienta muy bien el color rojo – le dijo de una manera tan torpe y con un tartamudeo tan evidente en la voz que su hermana no pudo resistir la tentación de reír, lo cual dio como consecuencia que se volviera de espaldas a ella con la excusa de que le iba a servir algo de comer - ¿qué te apetece?
- Cualquier cosa. Elígelo por mí.
- ¿De verdad que no recuerdas nada de lo ocurrido? – la interrogó mientras le servía unas verduras y aprovechaba para calmarse un poco – mi hermana me lo ha contado.
- No. No recuerdo nada. Sé que estaba excavando y de repente se hizo la oscuridad – hizo un gesto con las manos como si se hubiera ido la luz -. No sé cómo he llegado aquí.
- Sí, también me lo ha dicho – se sentó cerca de ella. La suficiente distancia como para seguir oliendo el sutil aroma de su cuerpo.
- Entai – intervino su hermana – no la agobies con más preguntas. Déjala comer que ya tendrás tiempo después para hablar con ella.
- No te preocupes Thíara, estoy bien – dijo - ¿qué tal tu viaje? Me comentó tu hermana que tras la pérdida de tus padres te dedicas al comercio de cerámica.
- Bien, bastante bien. He traído unas preciosas ánforas de Grecia que creo que aquí se venderán rápidamente. Dentro de poco partiré hacia Fenicia. Allí también consigo buenas ventas. Esta vez quiero traer unas copas de un material del que, según me han dicho, puedes ver a través y dicen que son de una belleza extraordinaria.
- Se llama cristal – dijo Ana distraídamente mientras le daba un bocado a un trozo de carne.
- ¿El qué?
- Ese material del que hablas. Se llama cristal. Creo que los primeros en utilizarlo fueron los fenicios y que estaba hecho de varios materiales. Algo así como la arena de la playa, no recuerdo bien – Entai miró con cara de extrañeza a su hermana, preguntándole con un gesto que de qué demonios estaba hablando -.
- A mi no me mires. No sé nada que tú no sepas. Sencillamente se pone a hablar de vez en cuando de una forma muy rara – contestó Thíara en respuesta a su mirada -. Pero tranquilo, no creo que el golpe le haya afectado la razón en exceso – sonrió.
- Eso espero – dijo Ana en voz baja – que no me esté volviendo majara.
- Y ¿de dónde eres tú, Ana? – preguntó Entai intentando cambiar de conversación.
- Yo soy de Alicante, pero vivo, o vivía, ya no se cómo decirlo, aquí, en Elche – observó la cara de Entai. Se dio cuenta de que no lo entendía -. No sé cómo decirte esto, porque incluso a mí me suena a locura. Yo nací en lo que vosotros llamáis Akra Leuké aunque vivía en Helikê.
- Eso no es posible, Ana – exclamó alterada Thíara, que ya empezaba a cansarse de tantas tonterías como estaba diciendo – Akra Leuké la está levantando ahora el cartaginés.
- Sabía que no lo entenderíais. Según mi teoría, yo vengo... – no quería meter más cizaña con el tema, porque ni siquiera ella misma estaba convencida de lo que había ocurrido -. No sé cómo explicároslo. Digamos que tienen que pasar muchas generaciones hasta que yo nazca, al menos eso creo. Y sin embargo estoy aquí, hablando con vosotros y viviendo con vosotros. Pensé que era un sueño e incluso me pellizqué el brazo para comprobar que no estaba durmiendo por consecuencia del golpe que me llevé en la cabeza. Yo estaba excavando en la Alcudia y me caí en un agujero. Es lo último que recuerdo. Cuando me desperté lo primero que ví fue la cara de Thíara. Lo que pasó mientras, no os lo puedo asegurar – lo dijo todo de un tirón, casi sin respirar, como quitándose una enorme losa de encima.
- Por lo que parece, Ana – dijo Thíara que comenzaba a enfurecerse – el golpe sí que te ha afectado la razón después de todo. Nuestra hospitalidad para contigo ha sido muy grande. No creo que haga falta burlarse de nosotros.
- No me burlo, Thíara – se dio cuenta de repente que había metido la pata. No debió hablar. Debió inventarse cualquier historia -. Es más, no sé cómo agradecerte todo lo que estás haciendo por mí. Pero es la única explicación medio razonable que le encuentro. Y si no, piensa un momento, por favor. ¿Cómo crees que sabía lo de la seda o lo del cristal si no es porque ya lo había visto antes?
- No lo sé, podías haberlo oído a los viajeros que vienen por aquí, o incluso haber viajado tú misma por esos lugares de los que hablas – su tono de voz se había disparado. Casi estaba gritando -. ¿Acaso eres una ladrona que aprovecha los buenos sentimientos de la gente para ganarse su aprecio y luego llevarse lo que le venga en gana? Por que si es así, me temo que las leyes de este pueblo son muy duras y podrías perder la vida por mucho menos que eso.
- Tranquilízate Thíara – le dijo Entai – estás demasiado alterada. Deja que termine de hablar.
- ¿No crees que ya es bastante difícil para mí aceptarlo? Tú misma dijiste que no habías visto nunca antes la ropa que llevaba puesta, o mis deportivos.
Los ojos se le humedecieron y un nudo que no la dejaba hablar se le hizo en la garganta. Una lágrima empezó a rodar por su mejilla. Se levantó de un salto y salió corriendo. Estaba muy nerviosa. Todavía le costaba acostumbrarse a todo lo que estaba pasando y lo único que pedía es que alguien la creyera, poder apoyarse en algo sólido para no perder definitivamente la razón.
- Has sido muy dura con ella, Thíara – dijo Entai en tono de reproche, intentando que sus sentimientos no influyeran en su juicio.
- ¿Muy dura? – se extrañó -. Se está burlando de nosotros, Entai. Parece mentira que no te des cuenta. Y la cuestión es que a mí me empezaba a gustar esa chica.
- Piénsalo tranquilamente, hermana. Lo que ha dicho quizás sea extraño, pero tienen sentido. ¿Cómo sabía ella todas esas cosas sino? – comenzó a pasear por la estancia -. De cualquier modo, sea o no cierto, todo puede ser consecuencia del golpe en la cabeza que recibió. Tú misma dijiste que parecía bastante grave. Deja que se recobre, por favor. Hazlo por mí, ¿quieres? – guiñó un ojo y le dio un abrazo.
- Sí, pero... – empezó a decir. No podía ser cierto lo que les había dicho. Era imposible.
- No le des más vueltas. Intenta tranquilizarte y no pensar más en ello. Voy a buscarla no vaya a querer irse. No sé dónde podría ir si no sabe ni siquiera el camino al pueblo – salió por la puerta con paso firme.
Thíara se quedó sola en el salón. No se podía quitar de la cabeza la escena de la que acababa de ser testigo. Su mente le decía que no podía confiar en aquella muchacha que no se sabía de dónde había venido y que por su boca no dejaban de salir palabras sin sentido. Su corazón le decía que podía confiar en ella, que sólo estaba confusa, y que con el tiempo se recuperaría y llegaría a ser la hermana que nunca tuvo.
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Entai la encontró sentada en uno de los bancos del patio, rozando el agua con la punta de los dedos. Parecía más calmada. Miraba el agua pero sus ojos se iban mucho más allá del fondo del estanque. Estaban rojos por haber llorado, y el maquillaje le resbalaba por las mejillas. Qué frágil parece ahora – pensó -. Se acercó y se sentó a su lado. Le tocó el hombro y ella se giró.
- ¿Porqué no podéis creerme? ¿Piensas que para mí es fácil? – parecía agotada. Como si todo su mundo se hubiera derrumbado en cinco minutos y necesitara a alguien en quien apoyarse para volver a levantarlo. Se limpió las mejillas con el dorso de su mano.
- No te preocupes. Yo te creo. No lo entiendo, pero te creo. Es tan descabellado que debe de ser cierto. Ni siquiera a mí se me podía ocurrir una historia como esa – sonrió intentando convencerla de que así era -. Cuando Thíara recapacite se dará cuenta también. Sólo llevas tres días aquí pero sé que te aprecia.
Ana apoyó instintivamente la cabeza en su hombro. Notó la firmeza de sus músculos y escuchó el rítmico latido de su corazón. En ese momento necesitaba de su fuerza para no volverse loca. Una vez más le resbaló una lágrima por la cara, pero esta vez fue él quien se la robó con un suave beso.
- ¿Por qué has hecho eso?
- No podía consentir que algo tan delicado se desperdiciara, ¿no crees? – Ana sonrió -. Así me gusta más. Esa cara tan bonita no puede estropearse por una tontería. Vamos, te acompaño a tu estancia – se ofreció Entai -. Pero hay una cosa que no consigo entender. Si vienes de otra época, ¿cómo es que hablas nuestra lengua?
Ana no le prestaba ya atención. Estaba demasiado aturdida para pensar ahora. – No lo sé – dijo casi susurrando – necesito dormir, Entai, buenas noches – entró en su habitación sin mirarlo. Su mente no se encontraba lo suficientemente lúcida como para volver a discutir del tema. Necesitaba dormir.
- ¡Qué descanses, Ana!

Los botines negros - Un cuento.

Patatina, como la llamaban cariñosamente en casa, miró a lo lejos y no vio nada. El bosque le parecía tan grande, tan oscuro. Le daba tanto miedo como cuando mamá le apagaba la luz por la noche y pensaba que los monstruos le saldrían de debajo de la cama para llevársela muy lejos.
Llevaba un bonito vestido rojo, que mamá le ponía muchas veces porque le gustaba mucho, con muchos lazos de colorines en el pecho, con los que solía juguetear cuando quería hacerse la fuerte o cuando, enfadada, pensaba que ya era mayor y que no necesitaba que la acompañaran a comprar chuches al lado de casa y papá siempre se empeñaba en que su hermano mayor fuera con ella.
Calcetines blancos con el borde de encaje y unos botines negros que el doctor al que fue el día anterior le aseguró que eran mágicos y que con ellos podía hacerse invisible siempre que tuviera mucho, mucho miedo. Pero todavía no había tenido tiempo de probarlos.
Se miró los pies y pensó:
- Mamá dijo que eran para poder andar bien, pero yo creo que el doctor tenía razón y que, un día, los probaré, y me haré invisible, y me iré muy lejos, y no se reirán de mi en el cole, nunca, nunca, más.
El aire movió las copas de los enormes árboles que tenía enfrente y se sobresaltó.
- Tengo que pasar – se dijo -.
Giró la cabeza y los vio detrás de ella, allí lejos, mirándola, escondidos detrás de algunos troncos, esperando que fuera una cobardica y no pasara, para así poder reírse de ella y ponerle motes en el cole, como a su amiga Alicia, a la que llamaban miedica, bebé y niña de mamá (que no sabía muy bien lo que significaba, pero que seguro que no era algo bueno)
- Voy a pasar, voy a pasar – se repetía una y otra vez, mientras movía un poquito su pie derecho, como dándose impulso, pero sin llegar a dar el primer paso -. No soy una cobardica – sentenció, y recordó aquella vez que fue muy valiente teniendo que saltar de una piedra muy alta cuando fueron de excursión a casa de la abuela y ni siquiera su hermano se atrevió a saltar y bajó de la montaña por otro lado más fácil. Ella dio un salto muy grande y se hizo un poco de daño en las manos porque se apoyó contra una planta que tenía muchas espinas y le salió un puntito de sangre, pero no se lo dijo a nadie y fue “la niña más fuerte del mundo” para papá todo el día. Y se rió de su hermano, que se enfadó un montón. Y ella llevó la barbilla muy alta todo el día, orgullosa de ser tan fuerte.
Muy despacio fue dando diminutos pasos hacia delante. Oyó algunas risas por detrás y un comentario de Pablo, un niño de su clase que siempre se metía en problemas y que muchas veces, durante el recreo, pegaba a otros niños y tiraba piedras a las niñas.
- No va a pasar – aseguraba -. No es más que una miedica, ya os lo dije.
Al oír aquello, apretó el paso, cerrando muy fuerte los puños. El corazón le latía con fuerza y el miedo le recorría el pecho y la barriga, como si un ejército de hormigas estuviera andando de arriba abajo, encima de su cuerpo.
Recordó cuando aparecieron por primera vez las hormigas. Fue una Nochebuena, cuando vino Papá Noel y le trajo una preciosa muñeca, casi tan alta como ella, con el pelo rubio y muy largo, y que si la cogía de la mano, paseaba con ella. La sorpresa fue tan grande y se puso tan nerviosa, que comenzó a notar las hormigas sobre su barriga y se asustó tanto que empezó a dar saltos por todo el salón intentando quitárselas de encima. Menos mal que mamá le preguntó porqué hacía aquello y al saber que era por las hormigas, le dijo que no pasaba nada, que eran hormigas buenas y que si se paraba, cerraba los ojos y los puños mucho y luego se rascaba la barriga, las hormigas se irían.
Cerró los ojos y rascó su pequeña barriga y las diminutas visitantes desaparecieron. Cada vez andaba más deprisa, con los ojos cerrados primero, y con ellos muy abiertos, después. No miró hacia atrás, empeñada en demostrar lo valiente que era.
De pronto, cuando ya estaba casi dentro del bosque, oyó un ruido delante de ella y un gruñido. Se paró en seco. Se quedó inmóvil como una piedra. Oyó a alguien gritar por detrás, diciendo que se marchaban de allí. La habían dejado sola ante aquel monstruo que se le acercaba deprisa, moviendo cada vez más rápido las ramas de los arbustos.
Y entonces, en ese momento que tenía tanto, tanto miedo, recordó lo que le dijo el doctor de sus botines y se dio cuenta de que no le había explicado cómo funcionaban.
- Mamá – pensó – y golpeó tres veces un tacón contra otro como si llevara los charlines rojos del Mago de Hoz. Espero. Nada.
Las hojas seguían moviéndose y el gruñido se repetía cada vez más cerca. Se agachó y frotó los botines con las manos con mucha fuerza, como si fueran una lámpara maravillosa.
Otra vez nada. Ya no se oía a nadie detrás, todos se habían ido, muertos de miedo.
- Mamá – volvió a pensar -. Quería salir de allí corriendo, pero su cuerpecito no quería moverse -. Soy invisible, soy invisible… - comenzó a recitar -.
Y aquel horripilante sonido cada vez más fuerte.
- Soy invisible, soy invisible… - continuaba -.
Lo repetía con tanta fuerza y tan segura de que los botines cumplirían su función, que comenzó a notar un cosquilleo muy agradable por las manos, y se las acercó a los ojos. No podía creer lo que estaba viendo. Estaban desapareciendo poco a poco. Conforme las miraba, las uñas se iban haciendo invisibles, le siguieron los dedos, continuaron las muñecas. Se quedó con la boca abierta y se puso muy contenta.
- Sabía que el doctor tenía razón – pensó -.
Al poco tiempo todo su cuerpo había desaparecido. Se había hecho transparente y podía ver el suelo del bosque a través de sus pies. Dio un par de pasos y podía ver los troncos de los árboles donde hacía un momento estaba su barriga.
Se acordó del monstruo. Miró hacia delante y, con un ruido muy fuerte, saltó delante de ella un enorme perro, muy negro, que gruñía tan enfadado que podía verle los colmillos e incluso las muelas del fondo de la boca, de lo abierta que la tenía.
Del susto se cayó de espaldas y se quedó muy quieta, tumbada boca arriba en el suelo. El perro oyó un ruido y miró hacia donde ella estaba. Olisqueó el aire, intentando averiguar qué había sido ese ruido. Movió su gran cabeza de un lado para otro, sin dejar de gruñir, y, dando otro salto, salió corriendo, buscando otra presa.

Cuando abrió los ojos, estaba tumbada en su cama y mamá estaba a su lado. Pensó en el perro y se sentó de un salto.
- Me has dado un buen susto – le dijo -. ¿Qué hacías tú en el bosque?
- Había un perro mamá – comenzó a contar, emocionada por su aventura -.
- ¿Un perro?
- Si, mamá. Un perro negro, muy grande…
- ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá mordido? – preguntó preocupada -.
- No mamá, no podía, porque yo… era invisible, mami.
- Jajajaja… - rió -.
- Que no, que es en serio – se puso muy seria -.
- Que si, que si…
- Joooo, mami, que te lo digo en serio – se enfadó -. Que los botines del doctor funcionan. Y tuve mucho, mucho miedo, y pensé que quería ser invisible con mucha fuerza y funcionó. Y el perro no me vio. Se puso muy cerca de mí, gruñéndome enfadado, y no me vio.
- Cariño – comenzó a explicarle su madre, muy despacio - . Tu amiga Eva vino corriendo a decirme que te habías caído al suelo de repente, cuando intentabas cruzar el bosque y que te habías desmayado y que no conseguía despertarte. Y papá y yo fuimos a recogerte.
- Pero …
- Venga, túmbate y a dormir, que mañana hay que ir al cole – comenzó a arroparla -.
Mamá apagó la luz y dejó la puerta de la habitación entreabierta para que pudiera ver la luz del comedor y no tuviera pesadillas. Se quedó tumbada en la cama, mirando las estrellas brillantes que tenía pegadas en el techo, pensando en lo que acababan de decirle. No era posible. Ella no se había desmayado. ¿O si?
Cuando ya casi estaba dormida, en la oscuridad de la habitación un resplandor comenzó a salir del armario que tenía a los pies de su cama. Se levantó despacio, abrió poco a poco la puerta y se quedó boquiabierta: los botines negros brillaban con la luz más bonita que había visto nunca.
- ¡¡¡Yo tenía razón!!! – sonrió -.

viernes, 12 de febrero de 2010

ERA DE ESPERAR

CUANDO COMENZÓ TODO.

Era de esperar. Fueron demasiados años. Demasiados. Hoy siento que mi vida se movía en una espiral de la que no conseguía salir. Y todo por cobardía. Los primeros años todo marchó bien. Vivíamos en un adosado muy luminoso en uno de los barrios residenciales de las afueras de la capital. Un lugar tranquilo bien comunicado con el centro por autobuses y metro, con todos los servicios y, lo más importante para nosotros, con unos vecinos que no nos daban quebraderos de cabeza y donde, por fin, tras muchos años de horror, conseguíamos descansar cuando llegábamos a casa.
Teníamos un trocito de jardín en el que solíamos pasar las tardes de verano tumbados al sol de poniente, disfrutando de refrescantes bebidas, contándonos los últimos acontecimientos del trabajo o besándonos y abrazándonos con la pasión propia de las parejas que acaban de comenzar a compartir su vida. Qué lejos en el tiempo me parece ahora todo aquello. Los buenos momentos, la pasión, disfrutar de cualquier tontería siempre que estuviéramos juntos.
Recuerdo perfectamente el momento en que todo comenzó a cambiar. Fue con una frase que en un principio me pareció dicha en un arrebato, como consecuencia de una semana estresada, y a la que en principio di la importancia justa, aunque más tarde, pensándolo fríamente, me di cuenta de que algo se había roto. Algo muy sutil. Algo casi imperceptible pero que fue el desencadenante de todo lo que llegó después.
Estaba en la cocina un domingo. Intentaba hacer algo diferente, algo suculento con lo que disfrutar de una comida agradable y sensual, que pudiéramos comer con las manos, que pudiéramos darnos el uno al otro y que resultara erótico. ¿Qué mejor manera de disfrutar de un domingo soleado en casa? Había leído en un libro de recetas vegetarianas cómo hacer humus, una especie de paté de garbanzos que me pareció interesante y que podía combinar con unas verduras crudas cortadas en bastones y unas rebanadas de distintos tipos de pan con diferentes texturas.
La verdad es que la idea me pareció muy atractiva y conforme estaba preparando tan ansiado manjar, me imaginaba la escena en el jardín, bajo una sombrilla, con un mantel dispuesto en el suelo, y sin otros utensilios que los propios platos donde dispondría la comida y dos copas con un vino rosado muy frío que había comprado el día anterior. Entró en la cocina y me vio preparando la comida.
- ¿Qué preparas? – se interesó.
- Algo diferente que he visto en un libro de recetas – expliqué yo mientras untaba un dedo en el humus y se lo daba a probar. Había pensado en comerlo en el jardín, bajo la sombrilla..., en bañador... – sugerí -.
- ¡Por Dios, pero qué asco! – soltó sin más. No me esperaba esa reacción.
- ¿Qué? – fue lo único que se me ocurrió.
- ¡Que esto está asqueroso! – volvió a insistir, y en lugar de reírse porque no le había gustado, pero al menos había intentado hacer algo distinto, sólo se le ocurrió chillarme – ¡no sirves ni siquiera para eso!
Me dejó tan mal, que aquel día lo pasamos cada uno en una habitación. Por supuesto, la tan deseada comida se fue al traste y estuvimos hasta el día siguiente sin dirigirnos la palabra. Sólo un escueto “buenas noches”, para no perder la educación.
Después de aquello, me increpaba por cualquier cosa, por nimia que fuera. Por no dejar la ropa ordenada cuando me la quitaba por las noches, por no cambiar el televisor cuando había algún programa que le interesaba, por no haber comprado leche en la tienda, cuando había bajado a comprar pan. Por cientos de pequeñas cosas sin importancia. Y con cada respuesta arisca, con cada grito, con cada reproche, me iba encontrando cada vez peor. Como entrando en un remolino que no me dejaba salir a la superficie pero que tampoco terminaba de hundirme.
Me habían enseñado a no sacar las cosas de quicio, a aceptar las cosas tal y como venían y muy de vez en cuando protestaba. Aunque protestar era peor que callarme y dejarlo pasar. Me sentía tan cobarde como inútil la mayor parte del tiempo. Y así estuvimos durante varios meses, que se me hicieron eternos. Nuestra relación se estaba yendo al traste. Casi no hablábamos, ya no hacíamos el amor, y cuando lo hacíamos, era con rabia, con ira contenida.
Hubo una vez incluso, que salió volando por los aires un portarretratos que nos regalaron unos amigos y fue a estrellarse en la pared del salón. Una de las fotos de nuestra boda quedó hecha añicos, esparcidos los cristales por el suelo y el sofá. No recuerdo cómo empezó la discusión. Creo que fue por un programa de televisión. Y, como en un dibujo hecho con piezas de dominó, una cosa llevó a otra, y esa a otra, hasta que comenzamos a levantarnos la voz y el marco salió disparado hacia mi cabeza.
Aunque, sinceramente, lo que más dolía era la actitud déspota y superior que adoptaba delante de nuestros familiares y amigos. Los insultos se intercalaban en las conversaciones de manera muy velada. Era casi artístico el modo en que conseguía hacerme quedar mal delante de todos. Pequeños comentarios. Diminutas notas irónicas en su voz. Algún que otro improperio soltado sin embargo con una carcajada y rematado con un “anda” o un “vamos”, como si esto lo fuera a minimizar. Y sin embargo la gente no se daba cuenta.
- ¿No me digas? – reían la gracia - ¿en serio?
- No me lo puedo creer.
- Jajaja, ya sabía yo que eso te venía de familia...
Y así un día y otro. Y una festividad y otra. Y una comida y otra. Hasta que llegó un punto en que me negué a salir con nadie. Prefería quedarme en casa y soportar los insultos y los desprecios dentro de las cuatro paredes de aquella cárcel en la que iba conformándose mi vida.

CUANDO SE HIZO INSOPORTABLE.

La primera bofetada me llegó sin previo aviso. Su mano parecía haber atravesado la carne de mi mejilla derecha y haber seguido su recorrido hasta salir por la izquierda. Toda mi cabeza se giró de la fuerza que llevaba aquella mano. Sonó un pequeño crujido en mi interior, como de algo roto y toda la sangre de mi cuerpo pareció subir hasta mi ojo y mi labio, que comenzaron a palpitar con un ritmo frenético.
La segunda fue como una herida interna. Una herida en mi alma, en mi amor propio. En esa vocecita interior que me había jurado que nunca consentiría que nadie me pusiera la mano encima. Me acababa de cruzar la cara y en ese instante todo se paró. El tiempo se congeló durante un momento. Me miró y no parpadeó. Esperó la contestación a aquel agravio, pero nunca llegó. Fui incapaz de devolverle los golpes. Fui incapaz de chillarle o lanzarle cualquier objeto que tuviera a mi alcance. Sencillamente, no pude. No podía entrar en su juego. No podía rebajarme de aquel modo.
Y ahora estaba allí, delante del juez, dando explicaciones de cómo había sido mi vida hasta ahora. De mis penas y mis pesares. De los años desperdiciados en aquella relación sin sentido, que pretendía que fuera para toda la vida y que se había acabado casi desde el mismo momento del “sí quiero”.
El juez me preguntaba y yo procuraba contestar con la mayor franqueza posible. Yo seguía mirando a mi abogado e intentaba notar en él un atisbo de comprensión. Un “algo” indefinido que me hiciera pensar que me creía. Pero no hubo manera. Me miraba a los ojos y podía leer en ellos claramente la palabra “culpable”, o “mientes”, o “parece mentira”....
En un punto indefinido de aquella parodia, mi mente comenzó a vagar por la sala. Volvió a las brumas del pasado durante unos instantes, que me parecieron horas, en los que los buenos momentos desfilaron por delante de mí. Las ilusiones puestas en nuestra casa, los planes de futuro. El pensar en los niños, en una vejez juntos. Me volvía a repetir una y otra vez que nuestra unión tenía que haber sido para siempre.
Recordé durante unos instantes nuestro primer aniversario. Para celebrar aquel día memorable reservamos una semana en una idílica casa rural perdida en un valle de la Sierra del Alcaraz. Teníamos un río cerca en el que nos refrescábamos a menudo, nos levantábamos temprano y nos íbamos a pasear por la montaña, disfrutando del maravilloso olor a pino y a atmósfera cristalina, o nos tumbábamos a dormir la siesta durante horas, haciendo el amor apasionadamente, sin pensar en el trabajo, las preocupaciones o el agobio de la ciudad.
La voz ronca del juez, me sacó de aquella maravillosa ensoñación. Me hizo volver de golpe a la dolorosa realidad y me obligó a recordar de nuevo los últimos días vividos:
- ¡Oiga! – me increpó -. Sr. Maruenda, por favor.
- Si, disculpe Sr. Juez – le dije yo todavía aturdido.
- Sr. Maruenda, ¿qué hizo usted al ver a su mujer abalanzándose sobre usted con el cuchillo en la mano? ¿Fue así como se hizo la herida?.....
- Sr. Juez, yo..... – y no supe que contestar -. ¿Cómo demostrar que era ella la que me solía pegar?....