viernes, 12 de febrero de 2010

ERA DE ESPERAR

CUANDO COMENZÓ TODO.

Era de esperar. Fueron demasiados años. Demasiados. Hoy siento que mi vida se movía en una espiral de la que no conseguía salir. Y todo por cobardía. Los primeros años todo marchó bien. Vivíamos en un adosado muy luminoso en uno de los barrios residenciales de las afueras de la capital. Un lugar tranquilo bien comunicado con el centro por autobuses y metro, con todos los servicios y, lo más importante para nosotros, con unos vecinos que no nos daban quebraderos de cabeza y donde, por fin, tras muchos años de horror, conseguíamos descansar cuando llegábamos a casa.
Teníamos un trocito de jardín en el que solíamos pasar las tardes de verano tumbados al sol de poniente, disfrutando de refrescantes bebidas, contándonos los últimos acontecimientos del trabajo o besándonos y abrazándonos con la pasión propia de las parejas que acaban de comenzar a compartir su vida. Qué lejos en el tiempo me parece ahora todo aquello. Los buenos momentos, la pasión, disfrutar de cualquier tontería siempre que estuviéramos juntos.
Recuerdo perfectamente el momento en que todo comenzó a cambiar. Fue con una frase que en un principio me pareció dicha en un arrebato, como consecuencia de una semana estresada, y a la que en principio di la importancia justa, aunque más tarde, pensándolo fríamente, me di cuenta de que algo se había roto. Algo muy sutil. Algo casi imperceptible pero que fue el desencadenante de todo lo que llegó después.
Estaba en la cocina un domingo. Intentaba hacer algo diferente, algo suculento con lo que disfrutar de una comida agradable y sensual, que pudiéramos comer con las manos, que pudiéramos darnos el uno al otro y que resultara erótico. ¿Qué mejor manera de disfrutar de un domingo soleado en casa? Había leído en un libro de recetas vegetarianas cómo hacer humus, una especie de paté de garbanzos que me pareció interesante y que podía combinar con unas verduras crudas cortadas en bastones y unas rebanadas de distintos tipos de pan con diferentes texturas.
La verdad es que la idea me pareció muy atractiva y conforme estaba preparando tan ansiado manjar, me imaginaba la escena en el jardín, bajo una sombrilla, con un mantel dispuesto en el suelo, y sin otros utensilios que los propios platos donde dispondría la comida y dos copas con un vino rosado muy frío que había comprado el día anterior. Entró en la cocina y me vio preparando la comida.
- ¿Qué preparas? – se interesó.
- Algo diferente que he visto en un libro de recetas – expliqué yo mientras untaba un dedo en el humus y se lo daba a probar. Había pensado en comerlo en el jardín, bajo la sombrilla..., en bañador... – sugerí -.
- ¡Por Dios, pero qué asco! – soltó sin más. No me esperaba esa reacción.
- ¿Qué? – fue lo único que se me ocurrió.
- ¡Que esto está asqueroso! – volvió a insistir, y en lugar de reírse porque no le había gustado, pero al menos había intentado hacer algo distinto, sólo se le ocurrió chillarme – ¡no sirves ni siquiera para eso!
Me dejó tan mal, que aquel día lo pasamos cada uno en una habitación. Por supuesto, la tan deseada comida se fue al traste y estuvimos hasta el día siguiente sin dirigirnos la palabra. Sólo un escueto “buenas noches”, para no perder la educación.
Después de aquello, me increpaba por cualquier cosa, por nimia que fuera. Por no dejar la ropa ordenada cuando me la quitaba por las noches, por no cambiar el televisor cuando había algún programa que le interesaba, por no haber comprado leche en la tienda, cuando había bajado a comprar pan. Por cientos de pequeñas cosas sin importancia. Y con cada respuesta arisca, con cada grito, con cada reproche, me iba encontrando cada vez peor. Como entrando en un remolino que no me dejaba salir a la superficie pero que tampoco terminaba de hundirme.
Me habían enseñado a no sacar las cosas de quicio, a aceptar las cosas tal y como venían y muy de vez en cuando protestaba. Aunque protestar era peor que callarme y dejarlo pasar. Me sentía tan cobarde como inútil la mayor parte del tiempo. Y así estuvimos durante varios meses, que se me hicieron eternos. Nuestra relación se estaba yendo al traste. Casi no hablábamos, ya no hacíamos el amor, y cuando lo hacíamos, era con rabia, con ira contenida.
Hubo una vez incluso, que salió volando por los aires un portarretratos que nos regalaron unos amigos y fue a estrellarse en la pared del salón. Una de las fotos de nuestra boda quedó hecha añicos, esparcidos los cristales por el suelo y el sofá. No recuerdo cómo empezó la discusión. Creo que fue por un programa de televisión. Y, como en un dibujo hecho con piezas de dominó, una cosa llevó a otra, y esa a otra, hasta que comenzamos a levantarnos la voz y el marco salió disparado hacia mi cabeza.
Aunque, sinceramente, lo que más dolía era la actitud déspota y superior que adoptaba delante de nuestros familiares y amigos. Los insultos se intercalaban en las conversaciones de manera muy velada. Era casi artístico el modo en que conseguía hacerme quedar mal delante de todos. Pequeños comentarios. Diminutas notas irónicas en su voz. Algún que otro improperio soltado sin embargo con una carcajada y rematado con un “anda” o un “vamos”, como si esto lo fuera a minimizar. Y sin embargo la gente no se daba cuenta.
- ¿No me digas? – reían la gracia - ¿en serio?
- No me lo puedo creer.
- Jajaja, ya sabía yo que eso te venía de familia...
Y así un día y otro. Y una festividad y otra. Y una comida y otra. Hasta que llegó un punto en que me negué a salir con nadie. Prefería quedarme en casa y soportar los insultos y los desprecios dentro de las cuatro paredes de aquella cárcel en la que iba conformándose mi vida.

CUANDO SE HIZO INSOPORTABLE.

La primera bofetada me llegó sin previo aviso. Su mano parecía haber atravesado la carne de mi mejilla derecha y haber seguido su recorrido hasta salir por la izquierda. Toda mi cabeza se giró de la fuerza que llevaba aquella mano. Sonó un pequeño crujido en mi interior, como de algo roto y toda la sangre de mi cuerpo pareció subir hasta mi ojo y mi labio, que comenzaron a palpitar con un ritmo frenético.
La segunda fue como una herida interna. Una herida en mi alma, en mi amor propio. En esa vocecita interior que me había jurado que nunca consentiría que nadie me pusiera la mano encima. Me acababa de cruzar la cara y en ese instante todo se paró. El tiempo se congeló durante un momento. Me miró y no parpadeó. Esperó la contestación a aquel agravio, pero nunca llegó. Fui incapaz de devolverle los golpes. Fui incapaz de chillarle o lanzarle cualquier objeto que tuviera a mi alcance. Sencillamente, no pude. No podía entrar en su juego. No podía rebajarme de aquel modo.
Y ahora estaba allí, delante del juez, dando explicaciones de cómo había sido mi vida hasta ahora. De mis penas y mis pesares. De los años desperdiciados en aquella relación sin sentido, que pretendía que fuera para toda la vida y que se había acabado casi desde el mismo momento del “sí quiero”.
El juez me preguntaba y yo procuraba contestar con la mayor franqueza posible. Yo seguía mirando a mi abogado e intentaba notar en él un atisbo de comprensión. Un “algo” indefinido que me hiciera pensar que me creía. Pero no hubo manera. Me miraba a los ojos y podía leer en ellos claramente la palabra “culpable”, o “mientes”, o “parece mentira”....
En un punto indefinido de aquella parodia, mi mente comenzó a vagar por la sala. Volvió a las brumas del pasado durante unos instantes, que me parecieron horas, en los que los buenos momentos desfilaron por delante de mí. Las ilusiones puestas en nuestra casa, los planes de futuro. El pensar en los niños, en una vejez juntos. Me volvía a repetir una y otra vez que nuestra unión tenía que haber sido para siempre.
Recordé durante unos instantes nuestro primer aniversario. Para celebrar aquel día memorable reservamos una semana en una idílica casa rural perdida en un valle de la Sierra del Alcaraz. Teníamos un río cerca en el que nos refrescábamos a menudo, nos levantábamos temprano y nos íbamos a pasear por la montaña, disfrutando del maravilloso olor a pino y a atmósfera cristalina, o nos tumbábamos a dormir la siesta durante horas, haciendo el amor apasionadamente, sin pensar en el trabajo, las preocupaciones o el agobio de la ciudad.
La voz ronca del juez, me sacó de aquella maravillosa ensoñación. Me hizo volver de golpe a la dolorosa realidad y me obligó a recordar de nuevo los últimos días vividos:
- ¡Oiga! – me increpó -. Sr. Maruenda, por favor.
- Si, disculpe Sr. Juez – le dije yo todavía aturdido.
- Sr. Maruenda, ¿qué hizo usted al ver a su mujer abalanzándose sobre usted con el cuchillo en la mano? ¿Fue así como se hizo la herida?.....
- Sr. Juez, yo..... – y no supe que contestar -. ¿Cómo demostrar que era ella la que me solía pegar?....

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