Patatina, como la llamaban cariñosamente en casa, miró a lo lejos y no vio nada. El bosque le parecía tan grande, tan oscuro. Le daba tanto miedo como cuando mamá le apagaba la luz por la noche y pensaba que los monstruos le saldrían de debajo de la cama para llevársela muy lejos.
Llevaba un bonito vestido rojo, que mamá le ponía muchas veces porque le gustaba mucho, con muchos lazos de colorines en el pecho, con los que solía juguetear cuando quería hacerse la fuerte o cuando, enfadada, pensaba que ya era mayor y que no necesitaba que la acompañaran a comprar chuches al lado de casa y papá siempre se empeñaba en que su hermano mayor fuera con ella.
Calcetines blancos con el borde de encaje y unos botines negros que el doctor al que fue el día anterior le aseguró que eran mágicos y que con ellos podía hacerse invisible siempre que tuviera mucho, mucho miedo. Pero todavía no había tenido tiempo de probarlos.
Se miró los pies y pensó:
- Mamá dijo que eran para poder andar bien, pero yo creo que el doctor tenía razón y que, un día, los probaré, y me haré invisible, y me iré muy lejos, y no se reirán de mi en el cole, nunca, nunca, más.
El aire movió las copas de los enormes árboles que tenía enfrente y se sobresaltó.
- Tengo que pasar – se dijo -.
Giró la cabeza y los vio detrás de ella, allí lejos, mirándola, escondidos detrás de algunos troncos, esperando que fuera una cobardica y no pasara, para así poder reírse de ella y ponerle motes en el cole, como a su amiga Alicia, a la que llamaban miedica, bebé y niña de mamá (que no sabía muy bien lo que significaba, pero que seguro que no era algo bueno)
- Voy a pasar, voy a pasar – se repetía una y otra vez, mientras movía un poquito su pie derecho, como dándose impulso, pero sin llegar a dar el primer paso -. No soy una cobardica – sentenció, y recordó aquella vez que fue muy valiente teniendo que saltar de una piedra muy alta cuando fueron de excursión a casa de la abuela y ni siquiera su hermano se atrevió a saltar y bajó de la montaña por otro lado más fácil. Ella dio un salto muy grande y se hizo un poco de daño en las manos porque se apoyó contra una planta que tenía muchas espinas y le salió un puntito de sangre, pero no se lo dijo a nadie y fue “la niña más fuerte del mundo” para papá todo el día. Y se rió de su hermano, que se enfadó un montón. Y ella llevó la barbilla muy alta todo el día, orgullosa de ser tan fuerte.
Muy despacio fue dando diminutos pasos hacia delante. Oyó algunas risas por detrás y un comentario de Pablo, un niño de su clase que siempre se metía en problemas y que muchas veces, durante el recreo, pegaba a otros niños y tiraba piedras a las niñas.
- No va a pasar – aseguraba -. No es más que una miedica, ya os lo dije.
Al oír aquello, apretó el paso, cerrando muy fuerte los puños. El corazón le latía con fuerza y el miedo le recorría el pecho y la barriga, como si un ejército de hormigas estuviera andando de arriba abajo, encima de su cuerpo.
Recordó cuando aparecieron por primera vez las hormigas. Fue una Nochebuena, cuando vino Papá Noel y le trajo una preciosa muñeca, casi tan alta como ella, con el pelo rubio y muy largo, y que si la cogía de la mano, paseaba con ella. La sorpresa fue tan grande y se puso tan nerviosa, que comenzó a notar las hormigas sobre su barriga y se asustó tanto que empezó a dar saltos por todo el salón intentando quitárselas de encima. Menos mal que mamá le preguntó porqué hacía aquello y al saber que era por las hormigas, le dijo que no pasaba nada, que eran hormigas buenas y que si se paraba, cerraba los ojos y los puños mucho y luego se rascaba la barriga, las hormigas se irían.
Cerró los ojos y rascó su pequeña barriga y las diminutas visitantes desaparecieron. Cada vez andaba más deprisa, con los ojos cerrados primero, y con ellos muy abiertos, después. No miró hacia atrás, empeñada en demostrar lo valiente que era.
De pronto, cuando ya estaba casi dentro del bosque, oyó un ruido delante de ella y un gruñido. Se paró en seco. Se quedó inmóvil como una piedra. Oyó a alguien gritar por detrás, diciendo que se marchaban de allí. La habían dejado sola ante aquel monstruo que se le acercaba deprisa, moviendo cada vez más rápido las ramas de los arbustos.
Y entonces, en ese momento que tenía tanto, tanto miedo, recordó lo que le dijo el doctor de sus botines y se dio cuenta de que no le había explicado cómo funcionaban.
- Mamá – pensó – y golpeó tres veces un tacón contra otro como si llevara los charlines rojos del Mago de Hoz. Espero. Nada.
Las hojas seguían moviéndose y el gruñido se repetía cada vez más cerca. Se agachó y frotó los botines con las manos con mucha fuerza, como si fueran una lámpara maravillosa.
Otra vez nada. Ya no se oía a nadie detrás, todos se habían ido, muertos de miedo.
- Mamá – volvió a pensar -. Quería salir de allí corriendo, pero su cuerpecito no quería moverse -. Soy invisible, soy invisible… - comenzó a recitar -.
Y aquel horripilante sonido cada vez más fuerte.
- Soy invisible, soy invisible… - continuaba -.
Lo repetía con tanta fuerza y tan segura de que los botines cumplirían su función, que comenzó a notar un cosquilleo muy agradable por las manos, y se las acercó a los ojos. No podía creer lo que estaba viendo. Estaban desapareciendo poco a poco. Conforme las miraba, las uñas se iban haciendo invisibles, le siguieron los dedos, continuaron las muñecas. Se quedó con la boca abierta y se puso muy contenta.
- Sabía que el doctor tenía razón – pensó -.
Al poco tiempo todo su cuerpo había desaparecido. Se había hecho transparente y podía ver el suelo del bosque a través de sus pies. Dio un par de pasos y podía ver los troncos de los árboles donde hacía un momento estaba su barriga.
Se acordó del monstruo. Miró hacia delante y, con un ruido muy fuerte, saltó delante de ella un enorme perro, muy negro, que gruñía tan enfadado que podía verle los colmillos e incluso las muelas del fondo de la boca, de lo abierta que la tenía.
Del susto se cayó de espaldas y se quedó muy quieta, tumbada boca arriba en el suelo. El perro oyó un ruido y miró hacia donde ella estaba. Olisqueó el aire, intentando averiguar qué había sido ese ruido. Movió su gran cabeza de un lado para otro, sin dejar de gruñir, y, dando otro salto, salió corriendo, buscando otra presa.
Cuando abrió los ojos, estaba tumbada en su cama y mamá estaba a su lado. Pensó en el perro y se sentó de un salto.
- Me has dado un buen susto – le dijo -. ¿Qué hacías tú en el bosque?
- Había un perro mamá – comenzó a contar, emocionada por su aventura -.
- ¿Un perro?
- Si, mamá. Un perro negro, muy grande…
- ¿Te ha hecho algo? ¿No te habrá mordido? – preguntó preocupada -.
- No mamá, no podía, porque yo… era invisible, mami.
- Jajajaja… - rió -.
- Que no, que es en serio – se puso muy seria -.
- Que si, que si…
- Joooo, mami, que te lo digo en serio – se enfadó -. Que los botines del doctor funcionan. Y tuve mucho, mucho miedo, y pensé que quería ser invisible con mucha fuerza y funcionó. Y el perro no me vio. Se puso muy cerca de mí, gruñéndome enfadado, y no me vio.
- Cariño – comenzó a explicarle su madre, muy despacio - . Tu amiga Eva vino corriendo a decirme que te habías caído al suelo de repente, cuando intentabas cruzar el bosque y que te habías desmayado y que no conseguía despertarte. Y papá y yo fuimos a recogerte.
- Pero …
- Venga, túmbate y a dormir, que mañana hay que ir al cole – comenzó a arroparla -.
Mamá apagó la luz y dejó la puerta de la habitación entreabierta para que pudiera ver la luz del comedor y no tuviera pesadillas. Se quedó tumbada en la cama, mirando las estrellas brillantes que tenía pegadas en el techo, pensando en lo que acababan de decirle. No era posible. Ella no se había desmayado. ¿O si?
Cuando ya casi estaba dormida, en la oscuridad de la habitación un resplandor comenzó a salir del armario que tenía a los pies de su cama. Se levantó despacio, abrió poco a poco la puerta y se quedó boquiabierta: los botines negros brillaban con la luz más bonita que había visto nunca.
- ¡¡¡Yo tenía razón!!! – sonrió -.
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