La calle era amplia, peatonal. Situada en el corazón de una gran urbe, en el mal denominado casco histórico, ya que, realmente, la mayor parte de la historia de la ciudad se desarrolló en las afueras, en los aledaños del castillo que se situaba en lo alto de una colina que, tras muchos siglos de aguante, había sido engullido por las calles de los barrios residenciales.
A uno y otro lado, multitud de tiendas, la mayoría de ellas “exclusivas”, salpicaban las fachadas de los edificios, aunque para fijarse mejor en ellas debías traspasar las numerosas columnas que, a modo de pilares de sujeción, sostenían las primeras plantas de las viviendas, que habían sido restauradas para dar a aquella calle un ya perdido ambiente medieval.
Gucci, Zara o Adolfo Domínguez, convivían en aparente armonía con las diversas cafeterías de nueva apertura con decoración minimalista, a la vez que con varios sex-shop y casas de citas, que se dejaban entrever al peatón al mirar hacia dentro de alguno de los muchos callejones que jalonaban la ciudad, recuerdo quizás, de la antigua contribución municipal a la distribución de la misma, mantenida sin pretenderlo al remodelar el centro urbano.
La gente, e incluyo en este calificativo a residentes, turistas y visitantes ocasionales, paseaba distraída por encima del suelo empedrado, en aquella calurosa mañana de agosto, haciendo unos compras diversas, charlando otros sobre las vacaciones que estaban disfrutando en un hotelito muy mono desde donde se tenían unas magníficas vistas del castillo, leyendo el periódico los de más allá, en alguno de los bancos de piedra que se habían colocado estratégicamente a lo largo de la calle, por eso de recrear mejor el ambiente medieval, o sencillamente, alguno que otro, buscando la última tienda que inauguraron la noche anterior para así poder chismorrear con los amigos sobre la última novedad.
Yo intentaba pasar desapercibido. Me había situado en el que, pensé, sería el mejor sitio de toda la calle, entre sol y sombra, junto a la pared de una hermosa casa señorial del s. XIX que, al parecer, había pertenecido a un gran benefactor de la ciudad y que, al constar de tres plantas, un hermoso jardín y varias antigüedades de diversa procedencia, se había habilitado para la visita del público en general y de los estudiantes en particular, que acudían en grupos, al menos una vez a la semana, para estudiar in situ un trozo de la historia local.
Llevaba allí, sentado, sin moverme, al menos un par de horas, dejando que el tiempo se escurriese lentamente por delante de mí. No llevaba reloj, pero la sombra que dibujaba una estatua de bronce que tenía justo enfrente me iba indicando el transcurso de las horas, que, sin nada que hacer, se me antojaban en ocasiones, interminables. Mi mente vagaba ociosa, deteniéndose de vez en cuando en algún que otro pensamiento interesante que de tanto en tanto aparecía en mi cabeza.
Mantenía los ojos cerrados la mayor parte del tiempo, disfrutando de la buena temperatura con que nos obsequiaba aquel verano, de valores suaves y cielos despejados. Un estado de semi-duermevela se iba apoderando de mi. Una especie de sueño consciente que, cuando cerraba los ojos me hacía escuchar los sonidos de los viandantes pasando a mi lado y deteniéndose de vez en cuando. Ocasionalmente, escuchaba el tan ansiado sonido que me mantenía allí.
Recordé entonces, lo difícil que había sido para mí al principio venir a diario a aquella ciudad, al haberme quedado sin trabajo y al pasar a engrosar, como muy bien describían los medios de comunicación, la larga lista de parados que con la tan temida crisis, comenzaba a hacerse patente en todos lados. Me encontré fuera de lugar los primeros días, aunque la sensación finalmente dio paso a la aceptación de la necesidad de ganarme la vida de alguna manera.
- No me lo puedo creer – fue el comentario de mi compañero de piso -.
- Y, ¿qué pretendes que haga? – pregunté buscando una solución -. Llevo semanas intentando encontrar trabajo, y no me quieren ni de camarero – le miré con rabia – soy “demasiado viejo”.
- Si, pero... – titubeó él -. No sé, en algún otro sitio...
- Estoy abierto a cualquier posibilidad que se te ocurra – repliqué -. Si me encuentras algo, dímelo, será un placer. Pero, hasta el momento, tengo que pagar mi parte del alquiler y necesito comer. ¿Vas a pagarlo tú todo?
- Sabes que si pudiera...
- Perdona – me disculpé. Estaba enfadado -. Sé que tu situación tampoco es demasiado buena.
- No te preocupes. Me alegro de que seamos amigos. Y en cuanto a la comida – me miró y sonrió – como se suele decir, donde come uno....
- Te lo agradezco de verdad – di por finalizada la conversación – pero tengo que irme ya.
Antonio no era mal tío. Su situación no era mucho mejor que la mía. Trabajaba de pinche de cocina en un restaurante de segunda clase, con un sueldo mísero, que, afortunadamente podía completar con las propinas que recibía al final del día. Además, tenía el desayuno y la comida asegurada, lo que le daba un respiro al final de mes.
Era curioso ver la cara de alguno de los niños que pasaban por delante de mí. En las contadas ocasiones en que mantenía mis ojos abiertos, me resultaba bastante complicado no sonreírles o sacarles la lengua a modo de burla cariñosa. Sus sonrosadas caritas desprendían ese maravilloso hálito de inocencia que perderían en un futuro no muy lejano, cuando la realidad se hiciera presente en sus vidas y la incredulidad hiciera mella en sus almas. Se quedaban embobados, pensando si lo que veían era verdad o sólo una invención. Y yo sonreía para mis adentros, imaginando mi propia cara al ver a alguien como yo, vestido de aquella guisa, mirando a ninguna parte...
Recordé una ocasión en la que, siendo aún inocente en el pensamiento y confiado en el alma, mi madre me acompañó por primera vez al circo. No me llamaron la atención en exceso los maravillosos tigres y leones, dominados por el látigo hiriente del domador, ni los impresionantes elefantes, que danzaban alrededor de una hermosa joven a la que procuraban no pisar, ni siquiera los fabulosos equilibristas, que se jugaban la vida a tantos metros del suelo, dando saltos de un lado al otro de aquella enorme carpa en la que estábamos.
Ahora me doy cuenta, tantos años después, que lo que de verdad consiguió impresionarme fue aquella figura desgalichada y de faz sonriente. Aquel hombre alto, de ropas parcheadas y nariz colorada. De pelo naranja y ridículo bombín, que conseguía sacarme las carcajadas desde el fondo de la garganta. Que hacía que mis entrañas vibraran al verlo caer cada vez que intentaba recoger su bastón del suelo, gracias a las generosas patadas en el trasero de un extraño personaje enano, disfrazado de mantel a cuadros blancos y negros, cuyo sombrero, lleno de campanillas, sonaba estridente al mover la cabeza.
- ¡Mamá! – recuerdo que exclamé muy serio – Yo de mayor quiero ser como él – y mi madre sonrió y asintió, no dando crédito a tan rotunda afirmación, por supuesto.
Y, cosas del destino, ya se sabe, había acabado haciendo algo parecido para vivir. Ni mis estudios, ni mi, debo reconocerlo, bastante escasa “formación complementaria”, habían conseguido que me ganara la vida de nada más que de simple administrativo en una gran empresa en la que, como ocurría desde hacía unos meses en la mayor parte de las grandes ciudades, había abierto un expediente de regulación de empleo, y nos había mandado a los trescientos trabajadores que formábamos la plantilla, a la más absoluta miseria.
Los más afortunados, aquellos con carrera, formación e idiomas, encontrarían algún otro trabajo, aunque en la mayoría de las ocasiones, precario y mal pagado. Pero el resto, esos que no hablábamos más que el idioma materno, esos cuya formación se reducía a la experiencia, esos cuya edad ya no era sinónimo de trabajo duro y responsabilidad, esos, nos quedaríamos en la calle, buscando por meses otros trabajos, cobrando un exiguo paro, que, en la mayoría de las ocasiones, nos duraría un año, aunque lleváramos trabajando quince.
Y allí estaba yo. Para muestra, un botón, que solía decirme mi padre, cada vez que yo le replicaba sobre algo que juraba y perjuraba que no haría jamás, y terminaba haciendo. En paro desde hacía meses, sin posibilidades de encontrar un trabajo, mal denominado, “decente”. Aunque, tampoco creo que lo hubiera encontrado “incedente”. Sonreí para mis adentros al pensar en ello.
- Igual me hubiera ido bien de chico de compañía... – pensé, tonto de mí.
Pensaba en tales tonterías, cuando escuché a alguien acercarse. Mantenía los ojos cerrados y mis oídos, como le pasaba a aquellos que perdían la vista, se había desarrollado tras meses de práctica. Sonido chirriante de ruedas. Pasos con zapatos de tacón. Ruido tintineante de pasos diminutos y juntos, que parecía tropezar a cada tanto. Y, al poco, silencio. Imaginé que, como tantos otros, me miraban. Y esperé. Pero nada. No había más sonidos.
Extrañado por no escuchar los pasos que se alejaban, ni un comentario sobre lo visto, ni el tan ansiado sonido de las monedas que caen en la caja de cartón que mantenía a mis pies, abrí los ojos y me encontré a dos palmos escasos de la cara redonda y rechoncha de un caballerete de no más de cinco años, que me miraba con los ojos muy abiertos y que, al verme a mi abrir los ojos de repente, soltó un sonoro grito y salió corriendo hacia las piernas de su madre mientras le gritaba:
- Mamá, mamá.... ¡¡¡¡La estatua acaba de abrir los ojos!!!!!!