No entendía porqué la increpaba de aquella manera. Que hubiera tirado un jarrón no era para tanto. A cualquiera podía pasarle. Se acercó, lo rozó ligeramente con su cuerpo y, ayudado por la fuerza de la gravedad, se fue directo al suelo. El tono de su voz iba subiendo conforme pasaban los segundos. Sus gestos le decían que algo iba mal. No parecía que fuera por el hecho de que un jarrón comprado en una tienda de saldos tuviera algún valor sentimental para él.
- ¡Por favor! - pensó extrañada - pero si tenía un fallo en su base y se tambaleaba al poner en agua las esporádicas flores que trae a casa alguna que otra mañana que hace buen tiempo.
No acertaba a adivinar el porqué de tan desproporcionada reacción. Se sentó tranquilamente en el sofá y lo observó mientras se movía de un lado para otro, buscando algo con lo que recoger los infinitos trozos de cristal en los que se había convertido la que parecía para él tan magnífica obra de arte.
- Es que no puede ser contigo – iba diciendo él -. Siempre igual. Siempre igual. Un día de estos… - y levantaba la mano y miraba al cielo, buscando paciencia.
No. Aquello no era por el jarrón. Algo había pasado en las últimas horas que le había hecho cambiar. Llevaba unos días mal. Cabizbajo. Con la mirada perdida. Con ese aire meditabundo que adoptaba de vez en cuando al notar que las cosas no marchaban. Se preguntó qué habría sido esta vez.
- Tiene que pasarme a mí… - seguía diciendo -.
Lo miró fijamente, ladeando la cabeza, atenta, preguntándose si estaría tan enfadado con ella como parecía. ¿Habría hecho algo mal? El se percató de su mirada interrogadora.
- ¿Qué estás mirando? – preguntó casi chillando, arrepintiéndose casi al instante de haberle alzado la voz.
Terminó de recoger los restos del jarrón y desapareció por el ínfimo pasillo del apartamento. Era pequeño, si, pero acogedor: un solo dormitorio, un baño y un salón unido a la cocina por una barra. El típico apartamento de soltero utilizado sin embargo para dos. La antigua inquilina lo había decorado con pequeños detalles que le daban un toque muy confortable, hogareño.
- ¡Por favor! - pensó extrañada - pero si tenía un fallo en su base y se tambaleaba al poner en agua las esporádicas flores que trae a casa alguna que otra mañana que hace buen tiempo.
No acertaba a adivinar el porqué de tan desproporcionada reacción. Se sentó tranquilamente en el sofá y lo observó mientras se movía de un lado para otro, buscando algo con lo que recoger los infinitos trozos de cristal en los que se había convertido la que parecía para él tan magnífica obra de arte.
- Es que no puede ser contigo – iba diciendo él -. Siempre igual. Siempre igual. Un día de estos… - y levantaba la mano y miraba al cielo, buscando paciencia.
No. Aquello no era por el jarrón. Algo había pasado en las últimas horas que le había hecho cambiar. Llevaba unos días mal. Cabizbajo. Con la mirada perdida. Con ese aire meditabundo que adoptaba de vez en cuando al notar que las cosas no marchaban. Se preguntó qué habría sido esta vez.
- Tiene que pasarme a mí… - seguía diciendo -.
Lo miró fijamente, ladeando la cabeza, atenta, preguntándose si estaría tan enfadado con ella como parecía. ¿Habría hecho algo mal? El se percató de su mirada interrogadora.
- ¿Qué estás mirando? – preguntó casi chillando, arrepintiéndose casi al instante de haberle alzado la voz.
Terminó de recoger los restos del jarrón y desapareció por el ínfimo pasillo del apartamento. Era pequeño, si, pero acogedor: un solo dormitorio, un baño y un salón unido a la cocina por una barra. El típico apartamento de soltero utilizado sin embargo para dos. La antigua inquilina lo había decorado con pequeños detalles que le daban un toque muy confortable, hogareño.
Unas cortinas blancas con diminutas flores bordadas en rosa pálido, que dejaban entrar la luz a raudales durante las brillantes mañanas de verano. Un sofá ya gastado, pero al que había puesto una bonita funda y varios cojines, donde solía sentarse a disfrutar de un buen libro y una humeante taza de café. Un par de plantas, unas elegantes lámparas y poco más.
Ella volvió a verlo entrar en el salón al poco rato, llevando una taza en la mano. Se había preparado café. Se sentó a su lado y cogió una revista que tenía cerca de la mesa, apoyó los pies encima de ella y se dispuso a leerla intentando no pensar en lo que quisiera que le preocupaba. La miró y suspiró.
- La verdad es que no sé porqué estoy tan irritable – le dijo -. Será por el dichoso trabajo. Vuelvo a tener problemas con los compañeros. Parece que se hayan puesto todos en contra mío.
Ella no se inmutó. No quería decir o hacer algo que volviese a enfadarlo. Se acomodó a su lado, pero a la suficiente distancia como para que no se sintiera presionado. El abrió la revista por la última hoja y comenzó a leer. Aquella manía suya de comenzar las revistas al revés la dejaba perpleja. El resto del mundo leía de principio a final, pero él se empeñaba en hacerlo al contrario. Así muchas veces no sabrá lo que lee – pensó, pero se cuidó mucho de protestar.
- Ayer, sin ir más lejos – continuaba diciendo él, mientras parecía leer un artículo – tan sólo pedí ayuda a Pablo para poder terminar el proyecto que tenemos que entregar a final de semana. Pues, ¿tú sabes qué me dijo? – le preguntó, a lo que ella se limitó a mirarlo con interés - . Pues me echó en cara que siempre tenía que prestarme su ayuda. ¿Te lo puedes creer? – comenzó a gesticular -. Pero, ¿qué se habrá pensado este hombre? Si el proyecto debía ser conjunto. Si nos lo mandaron a los dos como equipo…
La tarde estaba llegando a su fin. Por la ventana entreabierta se colaban los últimos rayos rojizos de sol. Un magnífico ocaso, con algunas nubes en el horizonte, teñidas de añil, rojo y naranja. Por un momento dejó la revista sobre su regazo, miró a lo lejos y volvió a tomar otro sorbo de café que le reconfortó y aplacó un poco su malestar. Una ráfaga de aire atravesó la ventana y llegó hasta él, haciéndole sentir que el verano se marchaba.
Lo vio levantarse y acercarse a la ventana y lo siguió. Se apoyó sobre la barandilla del balcón y ella se le acercó. Se puso muy cerca de él. Rozaba su cuerpo. La miró y sonrió. Parecía que su enfado se iba disipando. En un gesto casi automático le acarició el pelo. A ella le encantaba notar su mano fuerte y segura, rozando su frente, sus orejas, su nuca. Le miró a los ojos y él le volvió a sonreír.
- Si no fuera por ti – le dijo en tono muy dulce – habría muchos días en que no querría llegar a casa. El trabajo me agobia, los compañeros parecen confabularse en mi contra, no soporto al jefe, y, para colmo, el tráfico me deja tan exhausto, que cualquier cosa insignificante que pase, me saca de mis casillas. Pero llego a casa y siempre estás esperándome impaciente y consigues hacer que todos los problemas desaparezcan.
Volvió a sentarse en el sofá. Ya se encontraba mucho mejor, se notaba en la expresión de su cara. Sus ojos habían cambiado. Ya volvía a ser él y ella se alegró. Lo había vuelto a conseguir. En cuanto lo notaba irritado o cansado sabía que debía dejarle espacio, que él solo se tranquilizaría. Esta vez encendió la televisión. Fue dando saltos entre un canal y otro, mirando por encima la programación, pero sin convencerle nada de lo que se emitía.
Fue entonces cuando ella aprovechó para sentarse encima de él, y lo sobresaltó.
- ¡Vaya! – exclamó – qué susto me has dado – y comenzó a reír -. No sé cómo lo haces, pero siempre consigues sorprenderme.
Ella sintió su sorpresa y creyó que era el momento oportuno para jugar con él. Lo miró a los ojos y de un salto bajó al suelo. Desapareció durante unos instantes y volvió a aparecer casi inmediatamente contoneando su cuerpo con cada paso.
- ¡Ginger! – le dijo divertido – pero mira que eres lista, jajajaja…. – se levantó del sofá y se acercó hacia ella – vale, tú ganas, jugaremos un rato.
Ella, loca de contento, dejó la pelota en el suelo, movió el rabo y contestó:
- ¡Guau!
Ella volvió a verlo entrar en el salón al poco rato, llevando una taza en la mano. Se había preparado café. Se sentó a su lado y cogió una revista que tenía cerca de la mesa, apoyó los pies encima de ella y se dispuso a leerla intentando no pensar en lo que quisiera que le preocupaba. La miró y suspiró.
- La verdad es que no sé porqué estoy tan irritable – le dijo -. Será por el dichoso trabajo. Vuelvo a tener problemas con los compañeros. Parece que se hayan puesto todos en contra mío.
Ella no se inmutó. No quería decir o hacer algo que volviese a enfadarlo. Se acomodó a su lado, pero a la suficiente distancia como para que no se sintiera presionado. El abrió la revista por la última hoja y comenzó a leer. Aquella manía suya de comenzar las revistas al revés la dejaba perpleja. El resto del mundo leía de principio a final, pero él se empeñaba en hacerlo al contrario. Así muchas veces no sabrá lo que lee – pensó, pero se cuidó mucho de protestar.
- Ayer, sin ir más lejos – continuaba diciendo él, mientras parecía leer un artículo – tan sólo pedí ayuda a Pablo para poder terminar el proyecto que tenemos que entregar a final de semana. Pues, ¿tú sabes qué me dijo? – le preguntó, a lo que ella se limitó a mirarlo con interés - . Pues me echó en cara que siempre tenía que prestarme su ayuda. ¿Te lo puedes creer? – comenzó a gesticular -. Pero, ¿qué se habrá pensado este hombre? Si el proyecto debía ser conjunto. Si nos lo mandaron a los dos como equipo…
La tarde estaba llegando a su fin. Por la ventana entreabierta se colaban los últimos rayos rojizos de sol. Un magnífico ocaso, con algunas nubes en el horizonte, teñidas de añil, rojo y naranja. Por un momento dejó la revista sobre su regazo, miró a lo lejos y volvió a tomar otro sorbo de café que le reconfortó y aplacó un poco su malestar. Una ráfaga de aire atravesó la ventana y llegó hasta él, haciéndole sentir que el verano se marchaba.
Lo vio levantarse y acercarse a la ventana y lo siguió. Se apoyó sobre la barandilla del balcón y ella se le acercó. Se puso muy cerca de él. Rozaba su cuerpo. La miró y sonrió. Parecía que su enfado se iba disipando. En un gesto casi automático le acarició el pelo. A ella le encantaba notar su mano fuerte y segura, rozando su frente, sus orejas, su nuca. Le miró a los ojos y él le volvió a sonreír.
- Si no fuera por ti – le dijo en tono muy dulce – habría muchos días en que no querría llegar a casa. El trabajo me agobia, los compañeros parecen confabularse en mi contra, no soporto al jefe, y, para colmo, el tráfico me deja tan exhausto, que cualquier cosa insignificante que pase, me saca de mis casillas. Pero llego a casa y siempre estás esperándome impaciente y consigues hacer que todos los problemas desaparezcan.
Volvió a sentarse en el sofá. Ya se encontraba mucho mejor, se notaba en la expresión de su cara. Sus ojos habían cambiado. Ya volvía a ser él y ella se alegró. Lo había vuelto a conseguir. En cuanto lo notaba irritado o cansado sabía que debía dejarle espacio, que él solo se tranquilizaría. Esta vez encendió la televisión. Fue dando saltos entre un canal y otro, mirando por encima la programación, pero sin convencerle nada de lo que se emitía.
Fue entonces cuando ella aprovechó para sentarse encima de él, y lo sobresaltó.
- ¡Vaya! – exclamó – qué susto me has dado – y comenzó a reír -. No sé cómo lo haces, pero siempre consigues sorprenderme.
Ella sintió su sorpresa y creyó que era el momento oportuno para jugar con él. Lo miró a los ojos y de un salto bajó al suelo. Desapareció durante unos instantes y volvió a aparecer casi inmediatamente contoneando su cuerpo con cada paso.
- ¡Ginger! – le dijo divertido – pero mira que eres lista, jajajaja…. – se levantó del sofá y se acercó hacia ella – vale, tú ganas, jugaremos un rato.
Ella, loca de contento, dejó la pelota en el suelo, movió el rabo y contestó:
- ¡Guau!